Revista Libros
William Ospina.
Ursúa.
Literatura Mondadori. Barcelona, 2012.
William Ospina.
El País de la Canela.
Literatura Mondadori. Barcelona, 2012.
Al final no triunfamos los humanos, al final sólo triunfa el relato, que nos recoge a todos y a todos nos levanta en su vuelo, para después brindarnos un pasto tan amargo, que recibimos como una limosna final la declinación y la muerte. Veo mi isla perdida como una ostra abierta en el mar; veo el Perú de juesos incas y de piel cristiana que visité en mi adolescencia; veo los bosques de caneleros que al tocarlos eran de viento; veo el río que nos llevó en su lomo como a una hoja seca arrancada del árbol; veo los muelles de Sevilla llenos de lágrimas y los palacios de Roma llenos de favoritos; veo los cuerpos podridos goteando en las ruedas de Flandes y veo las mezquitas blancas detrás de las aguas azules de Argel; veo los galeones altísimos, los frágiles palacios flotantes con pendones de Cristo y mascarones en forma de arcángeles; y en los barrizales de Panamá veo a Ursúa como lo vi por primera vez, los cabellos dorados y la barba rizada, el rostro ya feroz iluminado por una sonrisa desafiante, a la luz de las velas en la casa de un cirujano, en una noche de hace más de quince años, la noche en que recibí al mismo tiempo un doble don de tiniebla y de luz, una herida en el vientre que pudo ser mortal, y una amistad que desde entonces llenó mis años.
A la vista de esas líneas, no es raro que Fernando Vallejo dijera a propósito de William Ospina (Colombia, 1954):
No sé de nadie que esté escribiendo hoy en día en español una prosa tan rica, tan inspirada y tan espléndida como la de William Ospina. Se ha convertido en uno de los mejores escritores de Colombia y del idioma.
Quienes conocen la obra de Ospina saben que es seguramente el más interesante de los escritores latinoamericanos actuales, el equivalente de lo que representaron en sus mejores momentos García Márquez o Vargas Llosa, un escritor consciente de que, como él mismo ha explicado, no puede ignorar que está escribiendo después de Borges y de Rulfo, de Neruda y de García Márquez, y en la lengua riquísima que tenemos después de ellos para interrogar nuestro pasado y nuestro futuro.
Autor de una obra poética memorable en la que destacan El país del viento y ¿Con quién habla Virginia caminando hacia el agua?, ensayista lúcido y comprometido con la problemática realidad de su país y del continente, con títulos fundamentales como Las auroras de sangre, sobre Juan de Castellanos, y En busca de Bolívar, se internó en el terreno de la novela cuando ya era un poeta y ensayista reconocido.
Y lo hizo de forma espectacular en 2005, con Ursúa, la primera entrega de una trilogía sobre la conquista a la que siguieron El país de la canela y La serpiente sin ojos.
Una de las mejores noticias literarias del otoño editorial es la reedición en Mondadori de los dos primeros títulos de una trilogía que comienza así:
Cincuenta años de vida en estas tierras llenaron mi cabeza de historias. Yo podría contar cada noche del resto de mi vida una historia distinta, y no habré terminado cuando suene la hora de mi muerte. /.../ Ahora quiero contar solo una.
Desde esas primeras líneas, la potente voz del narrador marca su territorio, delimita el ámbito de su dominio y prende al lector con la historia de aquel aventurero que no había cumplido diecisiete años, y era fuerte y hermoso, cuando se lo llevaron los barcos, de aquel alegre jinete, cada vez más pequeño por el camino de Elizondo, que no encontraría jamás la ruta del regreso al país que allá arriba se borraba en las lágrimas.
Pedro de Ursúa, que organizó la segunda expedición al Amazonas, era uno de aquellos hombres, como Lope de Aguirre, desmesurados en la crueldad y en el valor, que llegaron a las Indias occidentales envenenados por la ambición y las leyendas, y no podía saber que en su destino lo esperaban las batallas bestiales y las flechas emponzoñadas, que llegaría a ser el hombre más poderoso de un reino indescifrable, que él mismo se trenzaría en cinco guerras tratando de alcanzar un espejismo, que tendría en sus brazos a la mujer más bella de una raza nueva, y que finalmente la selva se cerraría sobre él como se cierra el agua sobre los pobres náufragos.
William Ospina es un autor deslumbrante que convierte al lector en un ser asombrado, de este heredero de los también asombrados cronistas de Indias, de Carpentier o de García Márquez, que reconoció Ursúa como el mejor libro del año en que se publicó.
El país de la canela es el relato alucinado de una penosa y demencial expedición de conquistadores que atravesaron las selvas laberínticas y descubrieron el caudaloso Amazonas en busca de los interminables bosques de canela de los que Gonzalo Pizarro oyó hablar en Cuzco.
Así comienza esa novela con la que Ospina ganó el Premio Rómulo Gallegos en 2009:
La primera ciudad que recuerdo vino a mí por los mares en un barco. Era la descripción que nos hizo mi padre en su carta de la capital del imperio de los incas. Yo tenía doce años cuando Amaney, mi nodriza india, me entregó aquella carta, y en ella el trazado de una ciudad de leyenda que mi imaginación enriqueció de detalles, recostada en las cumbres de la cordillera, tejida de piedras gigantes que la ceñían con triple muralla y que estaban forradas con láminas de oro.
Con una rara mezcla de crueldad y maravilla sobre cuyo equilibrio se sostiene el conjunto de la narración de aquellos delirantes excesos, Ospina levanta una novela monumental y densa que exige una lectura tan lenta y asombrada como pudo ser la travesía de los intrincados laberintos amazónicos por aquellos aventureros febriles y violentos.
Santos Domínguez