"Este modesto libro fue para mí como la revolución de Copérnico al revés: Copérnico descubrió que nuestro mundo no era el centro del universo, como se había pensado hasta entonces, sino tan sólo un planeta más del sistema solar. Mientras que Sherwood Anderson me abrió los ojos para escribir lo que tenía a mi alrededor. Gracias a él comprendí de pronto que el mundo escrito no depende de Milán ni de Londres, sino que gira siempre alrededor de la mano que escribe en el lugar en el que escribe: donde tú estás, está el centro del universo".
En una pequeña población de Ohio, que bien podría parecerse a su ficticio Winesburg, estaba Sherwood Anderson. Allí nació y se crió a finales del siglo XIX. Allí está el centro del universo literario de esta una de sus obras más conocidas y aclamadas.
El párrafo con el que arranco esta entrada no pertenece al escritor norteamericano, evidentemente, sino a Amos Oz. Lo tomo prestado de su novela autobiográfica Una historia de amor y oscuridad. En ella cuenta la importancia que tuvo en sus primeros pasos como escritor la lectura de este libro en su temprana juventud. Se acabó poner la mente en el gran y ajeno mundo. Se acabó inventar historias rebuscadas. Se acabaron los personajes de poses misteriosas. La vida pasa a nuestro alrededor y delante de nuestras narices. Eso es lo que hay que contar. Eso es lo que merece ser escrito.
En el Winesburg de Anderson (y a partir de ahora también el mío) vive un joven llamado George Willard. Es el único reportero del único periódico del pueblo. El periodista decide un día que quiere ser escritor. Más adelante, Kate Swift, esa mujer que fuera su profesora a la que nadie en el pueblo tiene por hermosa pero que bajo la luz nocturna de las solitarias calles invernales se vuelve encantadora, le dirá: "Tendrás que conocer la vida [...]. Si vas a ser escritor, tendrás que dejar de tontear con las palabras [...]. Será mejor que abandones la idea de escribir hasta que estés mejor preparado. Ahora debes vivir. No pretendo asustarte, pero quisiera que comprendieras el alcance de lo que piensas hacer. No debes convertirte en un mero mercachifle de las palabras. Lo más importante es que aprendas a saber lo que la gente piensa, no lo que dice".
De pensamientos está compuesto este libro desconocido para mí hasta que me lo recomendó Amos Oz. De esos pensamientos valiosos que solo brotan cuando estamos solos y que no podemos compartir porque sabemos que nadie los entendería. No se comprenden porque no sabemos expresarlos. Porque cuando nos aplicamos a ello, o nos quedamos callados o decimos tonterías o en cuanto los verbalizamos pierden su significado y la verdad se convierte en mentira.
"Lo que volvía grotesca a la gente eran las verdades. El anciano tenía una teoría muy elaborada al respecto. En su opinión, siempre que alguien se apropiaba de una verdad, la llamaba su verdad y trataba de regir su vida por ella, se convertía en un ser grotesco y la verdad que había abrazado se transformaba en una falsedad".
Winesburg, Ohio es un libro de relatos pero no es un libro de relatos al uso. Todos los personajes son vecinos de Winesburg. Hay historias independientes, hay historias interconectadas y está el joven Willard que, con mayor o menor protagonismo, está presente en todas ellas. Todo ello convierte este libro en la historia de un lugar que podría ser cualquier pequeña población de cualquier distrito rural del Medio Oeste norteamericano durante los años posteriores a la guerra civil estadounidense.
Sin embargo, cuando paseo por las calles de Winesburg me parece estar haciéndolo por las de la sureña ciudad de El corazón es un cazador solitario. Por momentos me encuentro pensando en Carson McCullers. Hay algo en la manera de escribir de Anderson que me la recuerda. Aunque tal vez sean sus personajes, esos corazones cazadores solitarios, los responsables de esa conexión. Uno de ellos llega a declarar en uno de los relatos: "Hay algo más: yo necesito amar y no he encontrado a nadie a quien dedicar mis afectos. Si tuvieses suficiente sabiduría para comprender a qué me refiero, sabrías la gravedad que tiene lo que te digo. Hace que mi destrucción sea inevitable. Hay pocos capaces de entenderlo", para más tarde exhortar a tan solo una niña de la siguiente manera: "Ten el valor de aventurarte a ser amada".
Pero hay algo que he pensado leyendo a Anderson y que no se me había ocurrido leyendo a McCullers. La literatura palia la soledad (aunque alguna vez me he encontrado pensando que la acentúa). Es reconfortante encontrar expresados por un desconocido sentimientos y pensamientos propios que no sabemos poner en palabras y que en este caso continúan siendo verdad tras su liberación. Nos encontramos menos solos al saber que alguien más piensa y siente así. Tendemos a pensar además que son pocos los que así lo hacen y por ello los buscamos en los libros. En Winesburg no necesitarían recurrir a ellos (de hecho, en uno de sus relatos se retrata ese instante en el que de repente alguien cobra vida para alguien, en el que alguien mira a alguien y le reconoce (y se reconoce a sí mismo en él) por primera vez), no si sus habitantes tuviesen la capacidad de expresarse que tiene Sherwood Anderson. Y es eso lo que me maravilla y me entristece y siento demoledor a la vez: esas islas dentro del continente que es el microcosmos que crea Anderson; la constatación de que si los habitantes de Winesburg (o de cualquier otro lugar) supieran (supiéramos) leerse (leernos) se sentirían (nos sentiríamos) menos solos.
"...y, volviéndose hacia la pared, trató de afrontar con entereza la idea de que mucha gente se ve obligada a vivir y morir sola, incluso en Winesburg".
Ah, sí, claro, que el microcosmos es ficticio, que no existe de verdad, que son como las historias que el doctor Parcival, otro de los protagonista de otro de los relatos, le contaba a George Willard, que "no tenían ni pies ni cabeza. A veces el muchacho pensaba que debían de ser inventadas, un hatajo de mentiras. Y, al mismo tiempo, estaba convencido de que contenían la esencia misma de la verdad". Y sí, realmente algunas de las historias de Anderson rozan momentos de absurdidad que resultan cómicos pero, como le dice otro personaje a Willard, "lo comprenderás, si haces un esfuerzo [...]. Te he observado al pasar y creo que puedes entenderlo. No es tan difícil. Tan sólo tienes que creer lo que te diga, tú escucha y cree, es lo único que tienes que hacer". Y yo, que también paso por ahí y que soy muy obediente, escucho a Sherwood Anderson y creo.
Creo en esos personajes solitarios, marginados, deseosos de integrarse. Creo en las personas que, como Kate Swift, se vuelven hermosas en la soledad de la noche. Creo en esos jóvenes despertando al mundo, a la sexualidad, al sentimiento de sentirse perdidos e insignificantes por primera vez. Creo en los niños que son hombres y en los hombres que son como niños. Creo en los viejos de sueños rotos predicadores de los anhelos hechos añicos. Creo en esos perdedores que no son sino soñadores. Creo en el deseo de huir, de liberarse, de escapar de una vida que no satisface e intentar ser quien realmente se es. Creo en la contradicción de aborrecer algo y querer pertenecer a ese algo al mismo tiempo. Creo sobre todo en las joyitas que contiene este libro. Y creo que, efectivamente, el mundo escrito gira siempre alrededor de la mano que escribe en el lugar que escribe, pero también en que el mundo leído acorta la distancia entre el lugar del que lee y el del que escribe e incluso entre sus respectivos tiempos.
"Busca, ante todo, comprensión".
"He venido hasta este lugar solitario y aquí está este otro".
Gracias, Amos Oz, por esta lectura.
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