¿Qué político del Partido Popular se atrevería a declarar que “Los gitanos rumanos y búlgaros deben volver a sus países” sin que la izquierda le llamara xenófobo, fascista o nazi?
Se encontraría enseguida su paralelismo con los Le Pen, Jean-Marie, fundador del Front National francés, y su hija, actual líder del partido, Marion Anne (Marine).
Pero no ha sido nadie de la extrema derecha quien ha reclamado la vuelta de los transeúntes gitanos a sus países, no.
Ha sido el ministro del Interior del gobierno francés, el compañero socialista Manuel Valls, que ya en enero pasado había pronunciado una frase parecida tras las denuncias de numerosos ciudadanos por la supuesta mendicidad y delincuencia de esos gitanos.
Y que no extrañe; el llamado progresismo europeo, el de carácter socialdemócrata, está girando hacia posturas que antes denunciaba como xenófobas ante la creciente llegada de grupos étnico-culturales que, para sobrevivir, mayoritariamente mendigan y cometen delitos.
El presidente socialista francés, François Hollande, había denunciado como neofascista a su antecesor, Nicolas Sarkozy, por haber expulsado a miles de gitanos, muchos de los cuales se fueron a España.
Ahora anuncian las expulsiones él y su ministro de origen español, defensor de la ley porque, dice, la seguridad ciudadana no es sólo patrimonio de la derecha.
En la Europa socialdemócrata aparecen opiniones similares: cuando la izquierda gobernante no abandera la seguridad pública, emergen nacionalistas y populistas que unen izquierdistas y ultraderechistas, como hizo Le Pen.
Hay ya movimientos así en Holanda, Bélgica, Dinamarca, y hasta en Noruega acaban de tener éxito electoral los extremistas con los que se formó Anders Breivik.
Fue el asesino masivo de 77 personas en Oslo y Utoya, en 2011, en protesta por lo que consideraba permisividad socialdemócrata con numerosos delincuentes islamistas, recibidos además como refugiados políticos en el país.
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