En X., a diciembre de 2015
He visto pasar mucho delante de mis ojos. No es que tenga la experiencia anciana, pero la vida ha querido echarme el tarot para que viera las cartas. Las mías. Las que me correspondían en este momento y este lugar.
Es curioso lo que una aprende leyendo a otros. Escuchando fuera de las paredes del confort. Suele ocurrir que echamos el candado al complot en el que nos apalancamos para que no se nos escapen muchas cosas de las manos. Pero a veces esa información extra nos llega y tenemos que pasarla por los filtros que dispongamos.
En estos años he aprendido rápido y confuso. También largo y tendido. Pero he aprendido. Este mundo tiene varias tallas y tú decides dónde te ajustas el traje y el talle.
Aprendí al poco que hay leyes y embudos por los que es mejor no pasar. Que las claves de éxito no brillan porque gran parte de ellas están más allá de los mapas. Que hay compañeros que son los tesoros. Que hay jefes monedas de cambio. Que quienes te escuchan te dan la vida… aunque, las menos, también te la quitan.
Este mundo tiene varias tallas y tú decides dónde te ajustas el traje y el talle.
Que se pueden hacer violines con trompetas si el guión no se ajusta y la verdad cambia. Que la luz roja no tiene por qué asociarse a un burdel. Que quienes te escuchan lo hacen porque quieren, y tienen todo el derecho a opinar, dudar, amar u odiarte. Que lo bonito de este oficio es esa libertad. Que la cercanía que proyectas puede generar ideas confusas en otros y que hay mundos paralelos que otros se fabrican tras tus palabras. Que la mayoría de las veces hacer radio es terapia, sobre todo para ti.
Que los deseos no tienen que llenar tu saca, sino tu coraje. Que es el corazón lo que hay que poner en los labios, no las medallas. Que cada maestrillo tiene su librillo y que toda esa biblioteca es válida aunque para gustos, colores.
Que gustar… no es eterno. Y que hablar… necesita de silencios.
Que los enemigos llegan solos y la verdad siempre va por delante. Que hay lágrimas de impotencia, pero las más son de alegría. Que llegas a amar tu trabajo como el aire que respiras. Y que a veces, sólo a veces, hay que decirse adiós.
Es el corazón lo que hay que poner en los labios, no las medallas.
Antes de los veinte ya estaba delante de un micrófono. Son muchos los nombres que llevo detrás de mi experiencia. Algunos, no muchos, aún me tienden la mano. Otras y otros saltaron por otros caminos. Con más suerte o más acierto, elegí lo que creía que era mío. Soy humana y en estos años posiblemente habré dañado a unos pocos. A mi también me clavaron uñas y dientes y me dejaron la piel tiritando. Los errores son las puertas que te abren la brecha. Y de esa brecha es de la que supura la humildad, el perdón y las cosas bien hechas.
Ahora, cuando huelo 2016 tan cerca, hay una fecha que se me aferra. El punto de inflexión llegará un 11 de enero. Y me tocará quitarme el sombrero, tirar de reverencia y decirle a lo nuevo: “¡hola!”. Porque uno siempre sabe cuándo se apaga lo viejo… Es lo tentador de las faldas y a lo loco. Si la niña bonita del 15 me ha puesto a prueba es porque sabe que me juego la matrícula de honor. Y cuando juego, juego.
Echaré de menos los nervios al volante del micrófono. Los besos de cada mañana… o cada tarde.
Pero sólo es a ti a quien echaré de más. A ti, que me llevas en volandas allá por donde pisas. Déjame que te acompañe ahora de otro modo. Y dame tiempo para explicarme.
En serio: sólo me aclimato y vuelvo. Y lo haré reinventada. Espérame, que ahora es cuando llega lo bueno…