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¿Y cómo no? El vinito de siempre y un arroz
Publicado el 16 abril 2014 por Jaime Javier Fenollera De Miera @JaimeFenolleraAhora que los blancos dientes del invierno, aun pequeños, como de leche, comienzan a clavarse en las mañanas de nuestros campos, ahora que los árboles han perdido su pudor y sus ropajes alfombran los caminos y veredas. Rescato unos retazos del recuerdo de la última vez que viajé a Almendralejo, retazos que garabateé a la espera de que “El cocidito de siempre” estuviera a punto.
Una carretera de la Tierra de Barros, un día de octubre de 2013
Las idas y venidas de los tractores, las hileras de espaldas dobladas y canastos yendo y viniendo han ido abandonando el viñedo retornándolo a su quietud. La vendimia ha terminado.
La Tierra de Barros vuelve a mostrar su color rojizo. El terruño va despojándose de su sayal verde que ajado se ha tornado pardo, rojizo donde mora la garnacha. Comienzan a asomar los sarmientos como si de un aquelarre de osamentas torturadas se tratase. No tardarán mucho en quedar, por obra de callosas y avezadas manos, solo las cepas, muñones que dormirán el invierno en ordenada formación prestos a despertar al son de la primavera. Y volverán los campos a teñirse de verde, estirarse los sarmientos, retorcerse los pámpanos, cuajar los racimos y preñarse las uvas de fragantes néctares.
Y así es la vida de la vid, que nace y renace año tras año y para renacer muere dejándose el alma encerrada en cubas y botellas porque cada vez que el vino canta en la copa vuela con ánima de vid el corazón del bodeguero regalando olores y colores que arroban los sentidos y riegan la amistad.
Todo eso y más nos narra el vino del vidrio y del corcho liberado. El vino es un poema escrito por muchos autores y cada uno con su estilo canta sus vivencias: el que ara, el que poda, el que abona y la propia vid escriben sus versos y les suceden quien vendimia, el bodeguero, el enólogo, el que prensa, el que trasiega, cada uno con su verso… y el sol y el viento y la lluvia; y la tierra y los hielos; el roble y el acero, el silencio y la quietud de la bodega. Todos toman la pluma y escriben páginas que hablan de la tierra y de sus gentes, páginas que se funden con los platos y las amistades, páginas que ilustran las cenas, las comidas y las rondas de taberna.
Así es el vino: biología, técnica y arte. Los buenos vinos hablan sin pudor de su cuna, de las variedades de uva, de su edad, de su estancia -si la hubo- en el roble. Son libros abiertos que saben satisfacer a todos: los lectores más experimentados identificarán mil matices, los menos avezados descubrirán en cada copa un mundo de aromas y colores y todos entonarán su ánimo y sus sentidos.
Era ésta una página obligada, pues como en las grandes recepciones, obligado era al inicio de este blog saludar a las autoridades. Y habiendo sido ya mencionados en el primer artículo el aceite y el cocido, no hubiera sido cortés adentrarse en la fiesta de los sentidos sin antes rendir tributo también al vino.
Más el vino no es sólo bebida sino también un notable ingrediente de cientos o miles de recetas. Aporta carácter en muchos estofados, ligereza y brillo en salsas marineras, doblega con gallardía carnes rebeldes, protagoniza memorables salsas y participa con donaire en algunos postres.
Elegir una preparación con vino entre sus ingredientes para aportar algo de “sustancia” a este artículo no es tarea fácil. Desde Martínez Montiño o Carême hasta Adriá, pasando por Bardají o Cunqueiro encontramos recetas con vino. Y ante la dificultad, opto por lo que para mí ha sido el último descubrimiento de la cocina con vino. Quizá no sea una preparación muy novedosa para muchos, pero a mí me ha sorprendido muy gratamente. Hace unos meses, en una cena organizada en el restaurante Las Barandas probé un riquísimo arroz con vino tinto y antes de rebuscar recetas, he preferido experimentar.
Empecé por marcar unos trocitos de panceta en una plancha a fuego muy fuerte. Del mismo modo podría haber elegido unos trocitos de carrillera, venado o alguna carne de vacuno. En cada caso habrá que tener en cuenta sus tiempos y el punto que queramos encontrar: en algún caso puede ser necesaria una cocción previa. El objetivo es encontrar unos “tropezones” de alguna carne que den gracia al plato.
Continué la preparación con un sofrito de puerro en fina juliana, dados de zanahoria y dos dientes de ajo con piel. Añadí los trozos de carne y rehogué el arroz (elegí arroz bomba) en ese sofrito y lo aromaticé con una hoja de laurel, un clavo de especia, unos granos de pimienta, tomillo y un poco de canela. Con la canela hay que ser especialmente avaro (una punta de cuchillo): se trata de dar un toque apenas perceptible.
Como caldo para cocer el arroz utilicé tres partes de vino tinto de crianza y una de caldo de carne. En esta ocasión, para añadir untuosidad al guiso, empleé el caldo de haber cocido unos morros de ternera con los que había hecho una ensalada alemana de la que en otro artículo habrá que hablar. Removí varias veces a lo largo de la cocción para conseguir una textura melosa.
El resultado colmó las expectativas y, sin duda, repetiremos. La receta admite todas las variantes que el gusto o la imaginación nos dicten. La esencia es utilizar vino en lugar de agua para cocinar el arroz. Creo que siempre será recomendable añadir un poco de carne que nos ayude a controlar la posible astringencia del vino. Y un último consejo: no seamos parcos en la calidad del vino para cocinar: no es cuestión de utilizar vinos de altísima gama, pero tampoco usemos el primer peleón que se cruce en nuestro camino, pues el guiso acabará quejándose de tan mala compañía.
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