Cambian los métodos y las herramientas pero no cambia la esencia cruel del terror: infligir dolor y muerte para imponer las ideas y creencias propias y destruir las de las víctimas. Junto a una iglesia berlinesa milagrosamente en pie a pesar de los bombardeos aliados en la Segunda Guerra Mundial, los terroristas lanzaron anoche un camión contra una multitud pacífica que visitaba un mercadillo navideño. El balance, doce víctimas mortales y casi medio centenar de heridos. Además de la implicación simbólica del lugar elegido para la masacre, el atentado de anoche en la capital alemana es muy probable que tenga también graves repercusiones políticas.
En Alemania, Francia y Holanda se celebrarán el año que viene elecciones generales en un clima de polarización social y política ante el reto de la inmigración y el drama de los refugiados, al que Europa ha respondido de la manera más cicatera y decepcionante imaginable. En el Reino Unido, en donde no hay elecciones pero en donde el triunfo del brexit ha disparado los episodios de xenofobia, la derecha nacionalista no ha tardado en echar las culpas del atentado de anoche a la canciller Merkel.
Es en ese clima social y político enrarecido y potencialmente explosivo que empieza a respirarse en varios países de Europa en donde pesca votos una ultraderecha xenófoba y racista, cuyos líderes parecen alegrarse de que mueran inocentes a manos de bárbaros terroristas si eso refuerza sus mensajes de odio y exclusión. Sin embargo, frente a la amenaza combinada del terrorismo yihadista y el ascenso de la ultraderecha, los gobiernos democráticos europeos y las instituciones comunitarias siguen sin ser capaces de articular una política medianamente común con la que hacer frente a esos dos peligros.
La reacción más común parece ser atrincherarse dentro de las fronteras propias para cada cual hacer la guerra por su cuenta como si se estuviera enfrentando un problema nacional y no global que afecta a la seguridad del continente y a los valores y libertades democráticos. Esa respuesta medrosa e ineficaz es precisamente la que conviene a los fines de los terroristas que, poco a poco, ven como van deteriorando el consenso social y exacerbando las reacciones políticas e institucionales ante sus ataques.
Por desgracia, lo que ocurrió anoche en Berlín puede volver a ocurrir en cualquier momento en otra ciudad europea como ya ha ocurrido en dos ocasiones en París o en Bruselas o en Madrid o en Londres. A pesar de las veces y de la saña con la que el terrorismo ha golpeado en Europea y de las veces en las que la policía ha conseguido conjurar nuevos atentados, las capitales europeas y Bruselas siguen siendo manifiestamente incapaces de sentar las bases de una política antiterrorista común. Nadie dice que sea sencillo pero el reto al que se enfrenta Europa requiere aparcar de una vez las diferencias y los eventuales recelos y acordar conjuntamente medidas policiales, sociales, económicas e incluso militares si fuera el caso para al menos minimizar la amenaza que se cierne sobre Europa.
Y todo eso se debe hacer, además, sin afectar o afectando lo menos posible a las libertades y derechos políticos que son el santo y seña del sistema democrático occidental. Alcanzar ese imprescindible acuerdo no garantiza la inmunidad ante el terrorismo dado que, como es sabido, el riesgo cero no existe. No alcanzarlo o al menos no intentarlo sí da pie para preguntarse cuándo y dónde volverá el terror a mostrarse en todo su cruel esencia.