Revista Educación

Y el músculo se hizo carne

Por Siempreenmedio @Siempreblog

Y el músculo se hizo carne

Esta semana me asaltó el recuerdo adolescente de un burro yerto, por muerto. Jugábamos en pueblo ajeno cuando, atónitos, hubimos de detenernos al mostrarse en el horizonte, sobre los muros del recinto en que estábamos, la imagen casi irreal de un burro alzado por la grúa de un camión, con su cabeza y sus patas tiesas, con su inflado tronco abrazado por una trama de cintas de carga que pendían del brazo metálico del artefacto.

Luego nos enteremos de que el animal se había ido al otro lado en el mismo corral; le sobrevino el “rigor mortis” y ya no hubo manera de que el cadáver pasara por la puerta, a menos que su dueño estuviese dispuesto a hacer una carnicería; pensó, por contra, que lo mejor era sacarlo por los aires (si el modesto establo que imagino tenía o no techo, o este era de fácil desmontaje, no lo sé). Quizá no sabía que pasado, más o menos, día y medio la rigidez del cuerpo fenecido desaparece; o no estaba dispuesto a esperar tanto tiempo teniendo exánime ante sí a su fiel compañero de labores agrarias.

Sea como fuese, este recuerdo se me agolpó en la memoria mientras leía un texto sobre fisiología muscular: al burro yerto lo que le pasaba, sencillamente, era que sus músculos habían iniciado su imparable transmutación en carne. En efecto, al dejar de llegar sangre oxigenada y otros nutrientes a los músculos, su metabolismo se altera y varias moléculas persistentes ejercen funciones que in vivo no le pertenecen, provocando rigidez y luego, también agotadas, laxitud, tras lo cual sólo se atisba el páramo de la putrefacción.

La industria cárnica es buena conocedora de este proceso postrero en los tejidos musculares, al que ha estudiado con detalle y trata de controlar para obtener un producto en condiciones, por más que ni usted ni yo reparemos en ello cuando damos buena cuenta de un filete.

Lo que no me atrevería a asegurar es el sitio en que acabaron los huesos de aquel animal de mi recuerdo: si a algún solitario descampado de antaño o, por qué no, al negro abismo de las varias grietas que, como cicatrices de guerra, raen buena parte de la dermis volcánica de la isla de mi infancia. Por esos disimulados huecos de los malpaíses, oí alguna vez decir a los más viejos, dejaban caer con pena los hombres del campo a sus animales muertos.

Mas cuando aquel día el camión emprendió su camino fúnebre, habíamos reanudado el partido sin otro afán en la cabeza.


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