Revista Cultura y Ocio
No me he prodigado nunca en elogiar a The Beatles al modo en que me esmero en hacerlo si encarta escribir o hablar de jazz o de cine negro o de cuentos de Borges. No alcanzo a ver la causa ahora. Probablemente no la hay. Se escribe o se habla de lo que nos concierne o de lo que nos emociona, pero quizá suceda que no sé qué decir. Con algunos asuntos, en cuanto uno se propone contarlo todo y contarlo bien, no terminan de salir las palabras, no se arriman las ideas, está todo como empantanado, sin que se sepa cómo enmendarlo, a qué acudir para que se advierte, en lo leído, todo el amor profesado. Ahí estará mi incapacidad para escribir sobre The Beatles, pongo por caso. Un amigo, anoche, en un correo tardío, me refirió un par de anécdotas sobre cómo los cuatro de Liverpool le cambiaron la vida, y no es cosa de largarlas aquí, pero siempre hay en la biografía personal un apartado beatle, un trozo de vida en donde algunas de sus canciones ( y solo hicieron doscientas y algo) transmutó algo, hizo que el mundo girara de otro modo, levantó el corazón hacia donde antes no había estado, alguna de esas maravillosas cosas o todas juntas. Recuerdo una cita en la que ninguno parecía especialmente cómodo, en donde cualquier asunto intrascendente podría limpiar el aire de fatiga y de prudencias, pero ninguno arribaba, ninguno ocupaba los huecos, hasta que los altavoces del pub, uno que ya no existe, por supuesto, restituyeron, sublimes como son, las primeras notas de Norwegian wood. Recuerdo la conversación agitada, la sensación de que podríamos estar la tarde entera trayendo y soltando letras de Lennon y McCartney. Y el pajaró voló, claro. Siempre acaban volando.