No era bello, en aquella idea de esplendor y aura, ni siquiera llamaba la atención al resto de los transeúntes que esperaban con nosotros que el semáforo pasara al verde. Pero sí era hermoso, o, tal vez, más bien, de matemáticas proporciones: cabello negro, ligeramente ondulado, apenas movido por la brisa de la tarde de otoño, mandíbula marcada sin exceso, cejas bien definidas, ojos oscuros que la miraban, mientras mantenía su mano posada sin malicia en la cintura de su acompañante femenina y adivinaba yo una muñeca firme, levemente nudosa, la muñeca de una mano de dedos largos de violinista. Por fuerza de la diferencia de estatura entre ambos, él la miraba de reojo, asientiendo levemente a los comentarios que ella le hacía de manera desenfadada. Delgado, de apariencia flexible, seguramente no estudiante, un chaquetón oscuro de tres cuartos, con las solapas del cuello elevadas, abrazaba su figura...