Revista Filosofía
El recurso a la violencia en la actuación política y los modos incipientes o preparatorios de tal violencia que, cuando no la ejercen directamente, exhiben los grupos extremistas con el resto de sus actitudes y comportamientos, son el síntoma más claro de desestabilización que puede afectar a una sociedad. Intentando explicar la raíz de este fenómeno, algunas interpretaciones parecen sesgarse hacia una cierta visión benévola de esas formas de violencia. Esa es al menos la impresión que dejan, por ejemplo, las palabras que el Papa Francisco, aludiendo sobre todo al yihadismoislamista, pronunció en Kenia en noviembre de 2015: "La experiencia demuestra que la violencia, los conflictos y el terrorismo que se alimentan del miedo, la desconfianza y la desesperación nacen de la pobreza y la frustración". Vista de esta manera, en alguna medida queda dignificada aquella violencia, que no sería sino el más o menos comprensible resultado de esa desesperación que genera la pobreza. Precisamente, esta misma interpretación postulada por el Papa es la que han sostenido tradicionalmente los grupos violentos, que suelen justificar su violencia como una respuesta ante la pobreza y la injusticia social. Pero lo que en realidad demuestra la experiencia a la que apela el Papa es algo muy distinto de lo que prevén estas interpretaciones: no es de los países más pobres de donde fundamentalmente se nutre el terrorismo, sino que, en lo que respecta al yihadismo, sus fuentes principales, tanto ideológicas como financieras y de captación de militantes, están sobre todo en países musulmanes ricos. El saudí Osama ben Laden, por ejemplo, era multimillonario. Por otra parte, el terrorismo de ETA que hemos venido sufriendo en España surgió en una de las regiones con mayor nivel de renta de España y de Europa. Y en la segunda mitad del siglo XX aparecieron asimismo grupos terroristas en países con alta renta per cápita, como el Reino Unido, Alemania o Italia. Todo lo cual obliga a buscar otras interpretaciones más acertadas de las causas de la violencia social. Emile Durkheim (1858-1917), uno de los fundadores de la sociología moderna, creó un concepto que ha tenido una gran repercusión en toda la sociología posterior a él: el de “anomia”. Literalmente quiere decir “ausencia de normas”, y hace referencia a la falta de vinculación de los individuos afectados por ella con las normas de su sociedad. En tales circunstancias, esos individuos dejan de sentirse integrados en la estructura social a la que pertenecen, y ello estaría en el origen de las conductas desviadas o inadaptadas como, entre otras, aquellas que tienen repercusión política y que son las que fundamentalmente tratamos de entender aquí. Lo contrario sería la existencia de una sociedad sostenida y cohesionada en base a unos valores, normas, usos y costumbres que no necesitan de la coacción para ser asumidos y respetados, y que sirven de marco para que los individuos construyan en esa sociedad de modo cooperativo sus respectivos y complementarios proyectos de vida. Síntomas de que la anomia está afectando a una sociedad serían, según Durkheim, el aumento de la delincuencia, la drogadicción, el suicidio, los desórdenes mentales, el alcoholismo y la violencia en general. Hay que entender que también lo son las posturas extremistas y antisistema en política, así como la aparición de subculturas que pretenden construir normas y valores alternativos incongruentes con el marco social y cultural general, y que vienen a profundizar en la disociación y la descohesión del conjunto. En el otro extremo del espectro social, unas clases dirigentes y unas instituciones corruptas vendrían a cerrar el bucle de la generalización de la anomia. En conjunto, todo ello se acabará traduciendo finalmente en la ingobernabilidad de una sociedad afectada por este mal. Emile Durkheim abordó el estudio del modo como se manifiesta la anomia en una sociedad concentrándose en el análisis de uno de sus síntomas: el aumento de los suicidios. Encontró que en determinadas circunstancias se agrava la tasa de suicidios, por ejemplo, durante las crisis económicas, pero paradójicamente observó que también se producía ese aumento en las épocas en que los sujetos experimentaban un aumento inesperado de bienestar. Estas otras crisis, decía Durkheim “cuyo efecto es el de acrecentar bruscamente la prosperidad de un país, influyen en el suicidio lo mismo que los desastres económicos”. Y todavía más: “lo que demuestra mejor aún que el desastre económico no tiene la influencia agravante (sobre el suicidio) que se le ha atribuido a menudo, es que produce más bien el efecto contrario (…) Hasta se puede decir que la miseria protege”. La conclusión inevitable fue que no podía ser la penuria el factor explicativo: “Así, pues –decía, en fin, Durkheim–, si las crisis industriales o financieras aumentan los suicidios, no es porque empobrecen, puesto que las crisis de prosperidad tienen el mismo resultado; es porque son crisis, es decir, perturbaciones de orden colectivo (…) Toda rotura de equilibrio, aun cuando de ella resulte un bienestar más grande y un alza de la vitalidad general, empuja a la muerte voluntaria”. Ya que no la pobreza a la que aludía el Papa, por tanto, sí que han aparecido teorías que, en la estela de la postulada por Durkheim, hablan de alguna clase de frustración y tensión personales como origen de las conductas desviadas o antisociales. El sociólogo norteamericano Robert Agnew (n. en 1953) analiza diferentes vías por las que el individuo puede llegar a sentirse frustrado y tenso en este sentido, y que le llevarían a situarse al margen de su sociedad: desde el bloqueo de oportunidades hasta la incapacidad de responder a las propias expectativas o la acumulación de experiencias negativas que, efectivamente, empujarían finalmente hacia la marginalidad. El sentimiento hacia el que van afluyendo todas esas formas de frustración que abocarían a la marginalidad es, fundamentalmente, la ira, que, vista en negativo, se corresponde con el hecho de culpabilizar a otros de lo que a uno le pasa. Para Agnew, en suma, los individuos son impelidos a la delincuencia o a los actos antisociales a causa, ante todo, de emociones negativas, singularmente la ira, producidas por la tensión y la frustración. Valdría también sustituir “ira” por “odio”, que es una palabra que Josep Gargante i Closa, concejal por los radicales independentistas de la CUP en el ayuntamiento de Barcelona, tiene tatuada en una mano. Más sutil es Pablo Iglesias Turrión que se conforma con afirmar cosas como que “la guillotina es el acontecimiento fundador de la democracia”, o que “la crisis terminará cuando el miedo cambie de bando”, poniendo así de manifiesto qué aspectos de la democracia o de la crisis le parecen más relevantes, y qué sentido adquieren estas en tal contexto, en el que la ira se convierte en emoción dominante. Tales cosmovisiones tienen en España raíces profundas y extensas en el tiempo; baste con señalar la consideración que Largo Caballero, dirigente del PSOE durante la II República y la Guerra Civil, tenía de la legalidad democrática y republicana, manifiesta en palabras como estas (unas de tantas) que pronunció en un mitin, en noviembre de 1933, precediendo en dos años al comienzo de la guerra civil que él buscaba: “Vamos a la Revolución social. ¿Cómo? (una voz del público: como en Rusia). No nos asusta eso. Vamos, repito, hacia la revolución social… mucho dudo que se pueda conseguir el triunfo dentro de la legalidad. Y en tal caso, camaradas, habrá que obtenerlo por la violencia (…) Vamos legalmente hacia la revolución de la sociedad. Pero si no queréis (los que os oponéis a ella), haremos la revolución violentamente (Gran ovación). Eso, dirán los enemigos, es excitar a la guerra civil… Pongámonos en la realidad. Hay una guerra civil… No nos ceguemos camaradas. Lo que pasa es que esta guerra no ha tomado aún los caracteres cruentos que, por fortuna o desgracia, tendrá inexorablemente que tomar.…” (El Socialista, 9-XI-1933). Que el individuo afectado por la anomia escoja en política el nacionalismo o la extrema izquierda para tener una forma en la que plasmar sus predisposiciones sería a fin de cuentas secundario e intercambiable, porque no se trata de un problema de ideologías, sino de carácter o manera de ser. Y si el estado de ánimo de una sociedad, como hoy ocurre en la española, está impregnado de ira, los líderes que tenderán a prevalecer no serán los que mejor argumenten, sino los que mejor den cauce a la ira contenida, es decir, los que muestren un discurso más exasperado. De aquellas reflexiones de Agnew que antes comentábamos nos quedaremos con la importancia que da al sentimiento de ira como catalizador de los comportamientos desviados y antisociales, lo cual nos permitirá prever que en los colectivos marginales o de actuación política extremista ese sentimiento va a ser predominante. Pero a la hora de analizar las fuentes de frustración que están en el origen de la ira, creemos que los análisis de Alfred Adler (1870-1937), que pasó de ser discípulo de Sigmund Freud a fundar su propia escuela, la psicología individual, tienen una profundidad que viene a enriquecer teorías como esta de Agnew. Adler se centra en su análisis en el estudio de la edad juvenil, pues considera esta edad como un momento de transición especialmente crítico en la vida de las personas, y en donde afloran con más virulencia los potenciales de transgresión que se incubaron en el alma del niño que se había sido hasta poco antes. Las reflexiones de Adler, sin embargo, no quedan acotadas solamente por los márgenes de esta edad juvenil, sino que lo que en ella aparece puede permanecer marcando la personalidad del marginado en las edades posteriores. La edad juvenil es considerada por Adler, pues, una edad crítica que aporta muchos contingentes al caudal de la inadaptación social. También es la edad en la que tienen su comienzo muchas enfermedades funcionales y desórdenes nerviosos. De modo característico, el joven afectado por aquella inadaptación tiende a considerarse a sí mismo libre de responsabilidad por la causa de esos sufrimientos, de los que, para defender su precaria autoimagen, culpa a su entorno familiar o social. De tales situaciones vitales surgen a menudo protestas o formas de rebeldía que encontrarían en la política una vestidura enaltecedora. Cuando en tantos sitios la población estudiantil se muestra rebelde y contestataria, habría que buscar mucho menos la raíz de estas actitudes en la especial cualificación intelectual de este sector de población y más en este sustrato de inadaptación a la vida en sociedad especialmente propio –no necesariamente, por supuesto– de la edad juvenil. Divide Adler a su vez en dos clases o tipos a las personas que acaban sufriendo esa inadaptación a la sociedad: aquellos que desde su infancia sufrieron el rechazo y la falta de afecto, y, en el extremo opuesto, los que fueron niños mimados, que desde su temprana infancia se acostumbraron a encontrar satisfacción a sus deseos a través de la simple protesta o censura a su entorno. “Si un hombre tiene la actitud de ‘otros me maltratan y me humillan’ –dice también Adler–, hallará pruebas suficientes para confirmarla. Estará a la búsqueda de semejantes pruebas y no advertirá las que le demuestren lo contrario (…) No presta atención a lo que no está de acuerdo con su propia interpretación de la vida”. Y si esos otros a los que culpabiliza de sus males, y eventualmente la sociedad o el sistema, reaccionan castigando o reprimiendo sus comportamientos, él no solo no cederá, sino que encontrará en esa reacción una confirmación de que la sociedad va contra él. Su odio a las fuerzas encargadas de ese tipo de represión, especialmente la policía, se explica porque en ellas ve con claridad la confirmación de que el mundo, el sistema, está en contra suya. En el extremo de los comportamientos antisociales, los propios del delincuente, esta peculiaridad se manifiesta de manera depurada: “Un delincuente –confirma Adler– interpretará el castigo sólo como signo de que la sociedad está contra él, tal como siempre pensó”. En resumen, hay dos dinamismos dentro de una sociedad que generan trayectorias que tienden a encontrarse en el profundo pozo de la disociación: uno sería aquel que, en el marco de lo social, supone la anomia, la disolución de las estructuras normativas, institucionales y de usos y costumbres que acotan los comportamientos de los individuos en un sentido cooperativo. Otro, considerado desde el nivel de los individuos, sería la prevalencia en un número suficiente de estos de emociones negativas que podrían encontrar acomodo en el común depósito del resentimiento y de la ira.Ambas dinámicas, una vez puestas en marcha cuentan con el favor de una inercia que puede prolongarlas fatalmente, puesto que en la propia naturaleza humana hay partes de ella que empujan en mayor o menor medida hacia aquella anomia y hacia estas emociones que genera la frustración. Es lo que advertía Cioran en sí mismo cuando decía: “Todo lo que me opone al mundo me es consustancial. La experiencia me ha enseñado pocas cosas. Mis decepciones me han precedido siempre”. Es decir, que los efectos de aquellas dinámicas que desde lo colectivo y lo individual empujan hacia la disociación pueden aquí encontrar un apropiado caldo de cultivo y empujar a la sociedad en su conjunto hacia el desastre si se vuelven mayoritarios. Que en España, entregada a múltiples desavenencias y particularismos, falla la idea de colectividad, de cooperación y de aceptación de las normas comunes (de patriotismo, en suma) es, en este sentido, una evidencia a complementar con la de que la ira es hoy un estado de ánimo generalizado.