Han tenido que pasar unos años para que se me deshiciesen los nudos que me presionaban por dentro y poder escribir lo que pasó aquella larga noche.
Hacía unos días que se había celebrado la fiesta de la primavera. Las noches empezaban a acortarse y los días eran luminosos y floridos. Pero algo ocurrió la noche del 25 de marzo que rompió esa tendencia natural y se hizo larga, muy larga, densa y terrible. Los telediarios no hablaron de ello porque les pilló a todos dormidos. Yo no dormía. Imposible hacerlo. Esa noche estaba contigo en la habitación 407 del hospital de Txagorrichu. A veces te movías inquieto y yo te preguntaba: ¿Tienes dolores? Y tú lo negabas.
Después te quedaste con los ojos cerrados y la mano del gotero sobre la sábana como un barquito varado. Yo oía ese respirar tuyo tan ruidoso como profundo, tan trabajoso. Te creía dormido y me decía confiada que mientras durmieras no podía pasar nada malo porque descansabas. Y en algo tan simple puse el éxito de tu lucha por vivir, convencida de que si dormías y llegábamos al amanecer, te salvabas. El tiempo no pasaba o pasaba muy lento y el amanecer no llegaba. Pero oír tu respirar, ver tu rostro joven sin gesto de dolor, me tranquilizaba.
En cuanto los ruidos del día se callaron surgieron los de la noche, más misteriosos, esporádicos. Una puerta que se abría, susurros en la habitación de al lado, la cisterna de un váter. Ruidos deslavazados. Y de fondo el rozar de las ruedas en el asfalto. En un momento de la noche oí el llanto de un recién nacido y me entretuve reflexionando sobre las vueltas de la vida, uno acababa de nacer y otro… no, pero tú no. Me imaginé a la madre, sudorosa pero feliz, poniéndole el pecho; el padre, que había esperado una eternidad fumando, tal vez llorara emocionado; las flores que les irían llegando. Pensar en flores era pensar en las que a ti te traerían y no quería y me iba otra vez a la ventana porque esa noche era tu noche y yo no quería estropeártela.
Había llovido y la tenue luz de las farolas que se reflejaba en el agua del asfalto acrecentaba el misterio de la noche. Los coches aparcados bajo las tejavanas vigilaban como yo tras la ventana. Los que pasaban por la carretera, a toda velocidad vivían la vida. Porque la vida fuera continuaba como si nada. Qué extraño me resultaba ese mundo del que apenas unas horas antes había formado parte.
Me dispuse a leer. Deseché los libros de narrativa. No eran para esa noche. Estos libros te absorben con sus historias, sus personajes... y su tiempo no es el nuestro. Opté por la poesía. No sé lo que leí. Tuve que dejarlo. Me puse a escribir y todo me llevaba a donde no quería porque se me colaba el tercer personaje que entre nosotros pululaba. Una frase suelta del joven doctor, con la bata blanca abierta, me golpeaba: Estamos para ayudar a vivir cuando no se puede, ayudamos a morir.
Cuando entré en la habitación vi un sillón en una esquina y una cama libre..., me dije que tal vez ese día no habían tenido ingresos elevados. La tarde caía. Yo estaba nerviosa. Me senté en el sillón enfrente de tu cama desde donde seguía el ritmo lento de las gotas. Me quedé callada y el silencio estableció una comunión entre los dos. Todo fue mejor.
En un momento de la noche una enfermera abrió la puerta de la habitación con energía y encendió la luz. Yo no me atreví a decirle que tú preferías la penumbra por no contrariarla, y me mantuve sentada en el sillón del rincón viendo cómo te cambiaba el gotero a un ritmo más lento. Habías abierto los ojos y mirabas todo lo que iba haciendo. Con el control que llevabas de tu enfermedad seguro que lo hizo bien porque no dijiste nada. Se fue tan enérgica como había venido y me quedó la duda de que supiera que yo estaba allí.
Me recosté en la cama libre para estirar las piernas sin perder de vista el gotero. Si te movías, como un resorte me levantaba y tú, con la mano del gotero, hacías el gesto de tranquila y murmurabas: ¿Por qué no duermes algo? Me escocían los ojos, pero se habían hecho a la penumbra y podían verlo todo.
Hoy sé que, mientras me enredaba con toda aquella cháchara de poner en tu respirar todas mis esperanzas, tal vez me engañaras y no durmieras como yo creía, tal vez las pausas se debieran a tu agotamiento, tal vez tu respirar profundo fuera agonizante… Sin una queja, sin una protesta,… sin querer molestar… ¡Qué noche tan terriblemente larga la tuya! ¿Quién había cuidado a quién? Hiciste todo lo posible para que yo no me enterara.
Y llegó el amanecer. Y seguías respirando con ese esfuerzo tan brutal. Subí un poco la persiana para ver cómo la luz del día hacía jirones a la noche. Y sí, lo estábamos logrando. Cuando llegó la luz de la mañana y todo empezó a moverse a nuestro entorno, te vi despierto, con profundas ojeras, pero tranquilo y me dije: Esta noche hemos ganado la partida. La parca ya no rondaba por allí.
Entonces sacaste la mano que tenías libre de entre las sábanas y me la extendiste para despedirte mientras decías: Esto se acabó. Tu reacción me descolocó. Me quedé paralizada. Después me entró una actividad febril. Tú, con una serenidad que desarmaba, controlaste la situación. Parecía que habías esperado a que llegara ese momento...
Empezaste a decir unas palabras que me sonaron a epitafio y rápidamente saqué la libreta que siempre llevo en el bolso y las escribí. Cuando te las leí quisiste rectificar el tiempo verbal, escribirlo ya en pasado. No podías sujetar el boli… Así y todo, con gran esfuerzo, lo lograste.
Y me fui.
En 15 minutos estaba en casa.
Pensaba ducharme, cambiarme de ropa... Sonó el teléfono.
Te habías ido.
©María Pilar