Y llega ese día en que no aguantas más. Y revientas.
Se te descompone el estómago y vas al retrete a dejar allí todo esto que te estaba haciendo daño, y apesta, y lo haces de manera brutal e improvisada, en medio de un dolor y un placer, de un odio y un te quiero. Te quedas allí por un rato sin saber qué hacer: seguro que no es por la comida ni por el café, ni por nada. Tú sabes bien por qué esta diarrea repentina y estruendosa.
O te da por llorar, y no puedes ni siquiera mirar la televisión cuando llegas a casa e ignoras quien está allí, ni la mujer ni el hijo, ni la planta que pide agua a gritos sordos, ni los libros por leer, ni la comida por hacer, ni la ropa por lavar. Te quedas aplastado en el sillón y abres la vía del llanto. Se desbordan todas las represas y lloras y lloras hasta que no queda ni una lágrima más. El nudo en el estómago apretando fuerte. Y entre pañuelo y pañuelo, entre moco y sollozo no encuentras la maldita razón de tanta lágrima.
O, en el peor de los casos, arramblas con todo o con todos los que están por allí. Levantas la voz al grito, golpeas la mesa, amenazas a todo bicho viviente y atacas brutalmente todo lo que pasa por tu lado. Sin tino, sin justificación, sin orden. Y tú mismo sabes que todo esto no tienen sentido, y que incluso detestas esos gritos, y esa actitud beligerante, y piensas, como en las situaciones anteriores por qué se produce esta mierda. Y no sabes. O sí.
Y mañana, como tras una catarsis, a empezar de nuevo, a empezar a llenar (o a que te lo llenen) el vaso de nuevo. Gota a gota.