En un rincón de la Tierra en el que la vecindad comparte televisión, los cortes publicitarios exhiben un mundo sonriente y despreocupado. Es otra dimensión irreal rebosante de salud y dinero. El virus del Primer Mundo corrompe las neuronas y la población escuálida, que pedalea sobre bicicletas oxidadas en caminos de barro, sueña con autopistas, turgentes pechos e hinchados salarios. Siempre ha sido así: los deseos de los pobres nunca importaron, hasta que quisieron cambiar de liga.
Porque sus sueños, los sueños de los menos favorecidos, también son los nuestros. Y alguien tiene que fabricarlos. Los sueños se fabrican globalizando el mercado (inundo tu mercado con productos baratos) y endeudando a los mismos que fabrican barato. Es un tipo de colonialismo teledirigido desde la década de los 70, cuando empezó el paulatino ofrecimiento de créditos a bajo interés de estado pudiente a estado arruinado (yo te presto dinero y tú me compras). Este es el pilar del mundo civilizado.
Pero, con la era de la globalización, llega la de la información. A pesar de los bloqueos informativos, internet elimina barreras y golpea con otras realidades… y cuan miserable es la vida mediocre, comparada con la extrema riqueza. Los pobres, que antes no se sabían pobres (se consideraban humildes), quieren ser ricos. Y los ricos, que no se saben ricos (se creen clase media), se alegran del hartazgo de los pobres. Se alegrarían menos si pensaran que la base de su vida es la fabricación paupérrima y el endeudamiento internacional. Sin Tercer Mundo no habrá mano de obra esclava, tecnología barata ni ropa asequible. Sin pobres no hay ricos.
'La verdad… no lo sé. Si lo supiera te lo diría', tras el salto…