Existió una vez un Estado democrático, laico e igualitario para todos. Un país donde no importaba a que familia pertenecías, ni cual era tu poder adquisitivo, pues en este país las oportunidades y la ley eran igual para todos. Aquí, en esta tierra, la clase trabajadora disfrutaba de unos derechos y unos salarios dignos, lo cual les permitía vivir con total tranquilidad, lo que a su vez se convertía en la envidia de las demás naciones del planeta. Además, gracias a la buena gestión y quehacer de sus líderes y gobernantes, sus pensiones de jubilación estaban más que aseguradas, tanto, como igualadas al coste real de la vida.
De igual manera, la sanidad del Estado, era avanzada a la par que revolucionaria, convirtiéndose en ejemplo para investigadores y profesionales del sector de la medicina de todas y cada una de las naciones del mundo, pues estos trabajadores de la salud (del primero al último), eran los más y mejores valorados y cualificados en sus funciones; acreditaban su esfuerzo y valía con unos sueldos acordes a sus funciones y sus méritos académicos, pues cada una de estas personas trabajaba conjuntamente por la buena salud de la población.
¿Y que decir de la educación? Esta era el pilar fundamental donde se sustentaba todo el peso de esta gran nación. La cultura se combinaba con el deporte para enseñar a los jóvenes los valores del esfuerzo, el compañerismo, la constancia, el pensamiento crítico, la creatividad, etc…, de esta forma, niños y niñas crecían con la ambición de crecer intelectualmente, libres e iguales ante las oportunidades, sin ningún tipo de barreras ni impedimento, pues si se esforzaban y tenían paciencia y constancia, podrían conseguir todo aquello que se propusieran, e incluso, disfrutar de oportunidades que ni siquiera imaginaban. Por todo esto, profesores y profesoras eran respetados por sus funciones educativas, y alumnos y administraciones públicas sabían y reconocían lo indispensable de sus trabajo por el bien de todos los pueblos que conformaban esta gran nación.
El país entero elogiaba a sus gobernantes, líderes y guías al mismo tiempo; hombres y mujeres que daban ejemplo poniéndose al frente de las situaciones difíciles, siempre al lado del pueblo trabajador. Así pues, todos vivían en paz y prosperidad, en una tierra donde el honor y el esfuerzo, el respeto y la igualdad de oportunidades, eran, sin excepción, la seña de identidad de cada una de sus gentes.
Este país no se llamaba España, pues no existían ni reyes ni vasallos, y aunque utópico parezca, jamás conseguiremos parecernos a nada de lo arriba relatado si no comenzamos a cambiar las cosas desde abajo, empezando por la transformación de la estructura del Estado, pues tan solo con una República, libre, laica, igualitaria, y confraternizada entre sus pueblos, podremos empezar a soñar con construir algo parecido a este relato, donde se nos muestra una tierra que una vez existió en algún lugar, perdido en el tiempo y la memoria.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado. ¿ O, no?