Hoy se escondían unas tras el colorido flequillo y disimulaban por el fondo de la clase pantalones de verano ya casi fuera de temporada; no vino el alumno del fondo, a la derecha, pero sé que ha podido -al fin- hacer lo que deseaba y estudiar lo que el tiempo no le había permitido antes (y quizá -sólo quizá- le echaré de menos, porque era noble). Corría entre las baldosas del pasillo la ilusión por un curso nuevo y la curiosidad por saber qué habrá escondido en las primeras horas del trimestre por estrenar: envueltas primorosamente, con cinta plateada y flor de pegatinas, se enredaban las presentaciones de los tutores, el horario provisional, los materiales de perfume a nuevo y los puestos en las aulas que ocuparon antes otros.
Y huele a la novedad de lo que se conoce y a nervios disimulados de inicio de curso, de esos que me hacen recordar a mis primeros alumnos (hoy, algunos ya con niños pequeños que juegan en el patio por el que antes corrieron sus padres) y mi primer día de clase con ellos: aquella intensidad del ir a poner la mano sobre el picaporte de la puerta y saber que una treintena de pares de ojos me mirarán con mezcla de extrañeza y confianza mal disimulada, el colocar con seguridad falsa la carpeta sobre la mesa del profesor y dejar las tizas preparadas lo más cerca del borde la mesa.
Hoy, sí, me acordé de uno de mis alumnos luminosos y renové mi esperanza en un curso que comienza, acepté el saludo de un padre agradecido, coloqué dos veces la nueva caja de materiales de mi tutoría -que no es nueva, pero como si lo fuera- y dejé que saliera de mí una sonrisa. Hoy, comienza el curso, y mañana, o luego, ya veremos.