Vivir es ir abriéndose paso hacia lo decepcionante. Me gustan, como siempre, las melancólicas, pero humorísticas, maneras de decirlo de Cioran, como ésta, que parece el registro de una pura contingencia, de un estado de ánimo cazado al vuelo: “Hace un rato, queriendo profundizar un tema serio y no lográndolo, me acosté. Con frecuencia mis proyectos me han conducido a la cama, término predestinado de mis ambiciones”. Cuando descubrimos que la realidad nunca va a estar a la altura de nuestros deseos, hemos madurado. Mejor dicho, hemos dado el primer paso hacia la madurez; el definitivo consiste en atreverse a seguir adelante una vez que hemos comprobado que no vamos a ningún sitio (a ningún sitio predeterminado). Vicente, esta cita de Nietzsche parece especialmente escrita para ti: “Debemos experimentar en nosotros el nihilismo para llegar a comprender cuál era el verdadero valor (…) Éste (el nihilismo) es solamente un estado de transición”. Decía también que “El hombre nunca se eleva a mayor altura que cuando ignora hacia dónde puede llevarle todavía su destino”, es decir, su resolución de seguir adelante. No es fácil (no hay que engañarse) entender esto; o aceptarlo; o saber que no se está abogando aquí por vivir una vida sin rumbo, sin motivaciones y entregada al azar, en la medida en que no parece haber para ella, según lo dicho, una finalidad objetiva, válida en sí misma, que venga obligatoriamente a servir de reparación a las insuficiencias que alimentan y ponen en marcha esa vida. Sólo se está diciendo que madurar es decidirse a vivir sabiendo que no existe la utopía, que hay que dejar atrás la infancia, el pensamiento mágico, la suposición de que, como se dice en ese superventas del género literario infantil, que lleva ya tropecientas ediciones, “El secreto”, de Rhonda Byrne, basta con desear algo con mucha fuerza para que el deseo se haga realidad. Madurar es, por el contrario, aceptar que (sigamos con Nietzsche) “en última instancia lo que amamos es nuestro deseo, no lo deseado”; y también que “amamos la vida no porque estemos acostumbrados a vivir, sino porque estamos acostumbrados a amar”. Pero eso exige despedirse de nuestras expectativas infantiles y atreverse a pasar a la otra orilla, la de la madurez. “Yo amo –aún sigue diciendo Nietzsche por boca de Zaratustra– a quienes no saben vivir de otro modo que hundiéndose en su ocaso, pues ellos son los que pasan al otro lado”.
Capítulo dos. En principio, no tengo casi nada que objetar: los hombres somos seres racionales. Pero si nos ponemos estrictos habremos de matizar esa afirmación y concluir que la razón auténtica, la que se pone al servicio de la verdad, es una conquista de nuestras decepciones, que son las que nos ponen en contacto con la realidad (lo que hay, no lo que quisiéramos que hubiera). Volvamos a Cioran: “De todo lo que nos hace sufrir, nada tanto como la decepción nos produce la sensación de que alcanzamos por fin lo Verdadero”. Antes de la decepción (después, cuando decidimos seguir adelante, también, pero de otra manera, conscientemente), todo lo que parece que razonamos está contenido en un molde hecho de mitología. Carl Gustav Jung diría que de arquetipos, y la razón sería, por tanto, una mera superestructura (“racionalización”) del inconsciente; Ortega y Gasset diría que de creencias, lo cual nos disculparía de la necesidad de emplear la razón en tener ideas. No necesariamente esas dos cosas, razones y mitos, ideas y creencias, nos empujan a sus depositarios en direcciones contrapuestas: creo que uno puede cultivar pensamientos muy elaborados y perfectamente razonados, y hacerlos vitalmente compatibles con nuestro ser profundo o primario, que es otra cosa que razón (mito, arquetipo, creencia). Alcanzada la madurez, esos arquetipos o creencias funcionan como principios morales o imperativos categóricos, y la razón puede situarse perfectamente en su prolongación o estela. Pero si ese ser profundo no ha salido de la etapa infantil, de la etapa del pensamiento mágico, los razonamientos puede que sólo sean una coartada, una manera de vestir esas otras tendencias más profundas, y acaban no valiendo sino para dar una pátina de civilidad a bulliciosos instintos cuya evolución quedó interrumpida en aquella fase infantil, y que, así enmascarados, se cuelan mejor por los resquicios de nuestro comportamiento (lo siento, pero no es éste sitio para explicarse más a fondo).
Capítulo tres. Trataré de ejemplificar lo que quiero decir, copiando el trozo final de un texto redactado por los indignados de la Puerta del Sol:
“Debemos extender, por tanto, el principio de liberación colectiva que nos ha permitido apropiarnos de Sol a todo Madrid, a todos sus espacios y lugares desaprovechados que la economía malogra y los políticos olvidan. Las plazas se han de convertir en espacios para hacer política sin políticos. Tenemos todo el derecho de reunión y de manifestación en las plazas públicas, ya que éstas son propiedad del pueblo, por ello, al igual que se ha producido en Sol de forma instintiva, las plazas han de ser espacios sin dinero, sin dirigentes y sin mercaderes, son el germen de un nuevo mundo y el único poder que reconocen es el de la asamblea de su barrio o pueblo. Pero que ese deseo de liberación no se quede ahí (…) Hacia la proclamación de la Comuna de Madrid. Todo el poder a las asambleas. ¡Lo queremos todo y lo queremos ahora!”.
La aludida Comuna de Madrid hace evidente referencia a su pretendida homóloga, la Comuna de París de 1871, un movimiento insurreccional que reivindican como propio tanto los comunistas marxistas como los anarquistas y en el que gente desesperada se rebeló contra el Estado francés. La insurrección (violenta) duró dos meses, durante los cuales, el poder político pasó a manos de la Comuna, que no era sino expresión de las asambleas locales (repudiaban, también aquellos revolucionarios, el parlamentarismo), y acabó con un saldo de 30.000 muertos en los combates con el Gobierno, cuando éste decidió poner fin a la situación de rebeldía. La Comuna de París reverberó en el nuevamente parisino Mayo del 68 y ha pasado a convertirse en una efeméride a celebrar por todos aquellos que aspiran a ver realizada la utopía social comunista o anarquista, es decir, por aquellos que han trasladado al ámbito político los principios que Rhonda Byrne ha dejado enunciados en su citado superventas infanto-juvenil.
Capítulo cuatro: conclusiones. Madurar en política es aceptar el principio de realidad, aceptar que esa realidad es y seguirá siendo decepcionante, y que no se la puede impunemente arrollar manifestando que “¡lo queremos todo y lo queremos ahora!”, consigna que decididamente harían propia todas las multitudes analizadas en el artículo anterior. Lo cual no quiere decir, ni mucho menos, que debamos conformarnos con lo que hay, especialmente cuando, como ocurre en España y ya tiene dicho Rosa Díez, “estamos tocando fondo”. Pero ya es hora de ir enterándose: el movimiento 15-M ha derivado hacia el extraparlamentarismo y hacia métodos que desprecian el estado de derecho y que, soterrado en buena parte todavía, contienen un alto potencial de violencia. Si quienes pretendemos regenerar la vida política de este país (que, insistamos en ello, ha tocado fondo) por métodos democráticos y parlamentarios hemos de encontrarnos con algunos sectores del movimiento 15-M, será con aquellos que demuestren haber superado la fase infanto-juvenil de encandilamiento con el pensamiento utópico. A los demás, a los nostálgicos de la Comuna de París, les acabaremos teniendo, les estamos teniendo ya, en la (ojalá que no demasiado virulenta) barricada de enfrente.