Revista Cine

Y tendrás un hermoso cadáver

Publicado el 06 noviembre 2010 por Alfonso

La sentencia mil veces atribuida al actor James Dean, o al filósofo Jagger, según la preferencia artística de quien la recuerde, que dice “vive deprisa, muere joven y tendrás un hermoso cadáver”, tan cierta como para ser perseguida por más de cuatro músicos, poetisas o pintores tormentosos, la pronuncia John Derek, su personaje Nick Romano, en Knock an any door (Llamad a cualquier puerta, 1949), film dirigido por Nicholas Ray y que cuenta con Humphrey Bogart como protagonista principal. En realidad es una frase (“Live fast, die young, leave a good-looking corpse”), que se repite varias veces en la novela que sirvió de base, de título homónimo y firmada por Williard Motley, un afroamericano que escribía policiacas de blancos y para blancos, rara avis a la que nadie parece dedicar muchos miramientos a la hora de esquilmar. Reconozcámosle el mérito a quien corresponde.
Es por lo tanto que llegar a viejo y fallecer sin dolor, pena, sufrimiento, ni estorbo a los que te rodean, una opción posible que no lo es por decisión propia, sirve para el mortal de los comunes, pero no para quien un buen día decidió, y aquí juegan un papel importante la soberbia y el ego de cada uno, pasar a la Historia siendo recordado en sus años más felices e indocumentados, libre de arrugas y prejuicios. Alargar su estancia terrenal por quienes persiguen la gloria de los libros es bastante negativo para ello, lo que no quiere decir que haber muerto joven magnifique el legado, maldad borgiana, sino que cobra una mirada distinta el saber que ya no se verá aumentando en número de obras. Bueno, eso siempre y cuando tu mejor amigo no sea pariente de Max Brod o alguien no decida empaquetar, en caja nueva, los restos, viejos, cada aniversario terminado en cero o cinco.
¿Ocurre también lo mismo con los políticos? Apostaré, sin salir de casa y en hora de madrugada, lo que da medida de mi reflexión, que Santiago Carrillo Solares y Manuel Fraga Iribarne -en menudo jardín me estoy metiendo-, cuyos cuerpos se pasean entre nosotros nada más que para recordarnos lo que fue la Guerra Civil y el franquismo, y a quienes los días de sus respectivos entierros, salvo que el Destino les juegue una broma pesada y sea coincidente, que el diablo no descansa, y sea el día de sus entierros -borrar de un plumazo el pasado negro del siglo xx español, vaya-, veremos ensalzados como grandes estadistas (!), hombres de su tiempo -¿alguno ha viajado cual yanqui de Mark Twain a Camelot?- , prohombres de Estado a los que una peluca o un bañador jugó una mala pasada sin mayor trascendencia en su carrera y nuestras vidas, dejarán restos similares a los que hubieran legado de hacerlo en su juventud: inservibles. A pesar de su importancia histórica, han llegado a convertirse en unos ancianos arrugados y encogidos, como deseamos al padre, al abuelo, al hermano, y no serán hermosos.
Tampoco el más recordado de los dirigentes del siglo XX, John Fitzgerald Kennedy, dejó un bonito cadáver, por mucho que el día 8 de noviembre se cumplan los cincuenta años de la victoria que le convirtió en el 35.º presidente de los USA y se nos quiera convencer entre cantos y loas. Y no lo digo por su edad, 46 años, o la forma de la tragedia, que desfiguró su rostro, sino porque algo de belleza interior se ha de tener para que se cumpla la sentencia y salga al exterior en el momento final. Y mirando una antigua fotografía de JFK -aquí debajo-, sonriendo entre sus hermanos Ted y Bobby, durante una reunión en Washington DC en febrero de 1958, lo único que tenía en su interior era el vacío: tal vez gases, tal vez hambre, tal vez whisky. Cierto que la posición, y disposición del foco fotográfico no ayuda a ensalzarle: si Edward parece que se ha escapado de un casting de Drácula y que lleva un niño en su interior que asomará por entre tantos dientes blancos y se lanzará hacia el fotógrafo, tal como indica la mirada atenta del ogro, y que el pequeño Bobby es un gigante bobo que ha estado haciendo trastadas antes de la fiesta (o después, pues los tres parece que hayan bebido alguna copa), algo impropio de quien a finales de ese mes se convetiría en padre por sexta vez y si bien es cierto que el pelo alborotado, los dientes caninos en desorden, la mirada a su aire, inciden en tal pensamiento y no en que quizá sea una incondicional entrega fraternal, John, aparentemente el más cabal y centrado, está igual de despistado ante la cámara: ¿habría alguna dama sola o bailando al final de sus ojos?, ¿alguna bruja abandonada?, pues más parece fiesta de Halloween, ¿en el museo de cera?, que de grandes nombres. (De acuerdo: todos guardamos algún retrato desafortunado, pero los personajes populares han de poner especial cuidado en sus actos multitudinarios.) Y es que la frase es válida para el artista, nunca para el activista público, hombre que aspira a una larga trayectoria con final de holgada jubilación.
Que cada vez que muere un político, actor, escritor, científico, de la causa más natural: de los achaques y enfermedades que acompañan a la edad provecta, se dedique tanto espacio en informativos, prensa, blogs, tertulias de barra de bar y que llevemos años sin llorar la pérdida de algún joven artista, da una idea de quienes nos mandan y dirigen, quienes son los verdaderos amos de este mundo, de como se eternizan en sus puestos e ideas los políticos, los músicos, y no dejan que ningún advenedizo les haga sombra, les quite el cubierto de plata con el que devoran su ración diaria de tarta cual Saturno a su hijo. Porque para llegar a morir joven (los 46 de JFK tampoco son tantos, al menos en el siglo XXI) y dejar un bonito cadáver hace falta vivir deprisa. Y sin espacio, sin aire, no hay vida posible.
Y TENDRÁS UN HERMOSO CADÁVER
De izquierda a derecha: Edward, John y Robert Kennedy

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