Voy a Madrid en el tren de la mañana, para recoger a Candela, tal como había acordado con su padre. La llevaré a la cabalgata de Reyes en Cercedilla esta noche, y mañana se levantará en casa. Después tendremos un par de días para preparar la vuelta a sus clases.
El tren acaba de arrancar, y me adormezco cerrando los ojos al sol que entra por la ventanilla y me da en la cara. Incapaz de mantener la cabeza quieta, la imagen de Olaf invade mi soñarrera. Su cara bondadosa, la voz suave, sus palabras incendiarias, su ropa vieja, las manos gastadas, las canas largas y despeinadas, las gafas de pasta contra su piel blanca.
Acabábamos de hacer el brindis de Nochevieja. El brindis en el que, al final fueron incluidos todos y cada uno de los habitantes de la tierra, exceptuando tan sólo a los que hacían infelices a los demás, para los que deseamos una desaparición lenta, dolorosa e irreversible.
Olaf me apuntó con su dedo para que propusiera mi castigo a los indeseables y creo que fue esa la primera ocasión en que sentí que el útero se contraía provocándome un delicioso calambre ventral. Seguimos nombrando torturas para los poderosos, pero yo sólo quería que Olaf volviera a apuntarme con su dedo.
_ ¿Y el famoso palo por el culo?_ ¡Elga! _ Olaf la recriminaba_ Si estamos así es que has bebido demasiado._ Pero..¿Qué dices?..., si estoy perfecta._ Si, estás perfecta, pero no he escuchado ni una sola erre en tu frase.., ¿porqué no te acuestas?_ Aggg...hund nazi (perro nazi, en noruego)_ me las pagarás._ Además, yo me voy con vuestra vecina un rato al pueblo_ me miró para preguntarme_ ¿te apetece?, no se puede pasar una Nochevieja en esta reunión del asilo. Vamos, seguro que encontramos algo que celebrar.Me alcanzó el abrigo y el gorro mientras él se calzaba la trenka, con torpes movimientos de oso, y me guiñó un ojo en dirección a Elga que nos despidió falsamente enfurruñada._ Andad.., id y disfrutad de la vida, vosotros que sois jóvenes, nos echó sacudiendo las manos como se espantan las moscas, y se quedó acodada en la mesa. Salí a la calle presa de un absurdo sentimiento de felicidad, mas propio de un adolescente que de una salida improvisada con un vecino, a mis cuarenta años.
El tren se desplaza mansamente por las vias bordeadas de jaras. El dulce calor del sol me acuna, y recuerdo lejanamante frases sueltas de mi salida con Olaf, en Nochevieja, casi ocultas por la música demasiado alta del disco bar. “Troubles with dreams” de Eels, se repite en mi cabeza, hipnotizante, dejándome ver tan sólo la cara de Olaf que me cuenta algo, algo que no escucho, que se diluye entre la música y mi media borrachera, donde lo único que encuentra acomodo en mi entendimiento es su mirada buena, su piel suave, su boca rosa, que me habla, me cuenta, y el contacto blando de su cuerpo dentro de la trenka gastada, que se me acerca a ratos, entre empujones involuntarios por los que él se disculpa y que yo sólo quiero que se repitan una y otra vez.
Cuando abro los ojos, estoy aún a medio camino, con la enervante sensación de haber sido despertada de un sueño delicioso; y tengo que entrar al servicio minúsculo donde siento lejanamente el vaiven del vagon y consumo mi sueño, para no volverme loca.