Revista Libros
ESA MAÑANA ANTES DE MORIRME, la futura viuda, mi mujer, llegó muy temprano al hospital. Había ido a la peluquería y llevaba un vestido muy juvenil que no le había visto antes. No pude decirle lo guapa que estaba porque me tenían entubado. Además, según los médicos yo no me enteraba de nada de lo que sucedía en el mundo de los vivos. Estaba muy nerviosa, más de lo que me tenía acostumbrado. Ni siquiera se sentó en la silla que había junto a mi cama, sino que lo hizo sobre una de mis rodillas. Si hubiese podido, el alarido se hubiera escuchado hasta en la planta de infecciosos, pero ya digo que para los demás yo no sentía ni padecía. Me cogió el brazo con tanta fuerza que sus uñas carmín se hundieron en mi pellejo. ¡Qué bruta! Durante un buen rato me miró fijamente hasta que por fin me soltó aquello que le hervía en la sesera: “Adolfo, tengo que decírtelo: tengo un amante.” Tras escuchar aquella confesión a bocajarro y sin posibilidad de proferir toda la sarta de insultos que se me vinieron a la cabeza, mi corazón dibujó una línea horizontal continua en la máquina esa que nos ponen a los moribundos. Los del departamento de maquillaje y peluquería de la funeraria se esforzaron lo que pudieron con mi cara, pero las horas que echaron fueron trabajo en balde. Había dado instrucciones muy claritas a mi familia. Quería donar mis órganos, si todavía servía alguno, y después que me convirtieran en cenizas. Esa fue mi voluntad, y sus hijos que también eran los míos, estaban de acuerdo conmigo. Pero mi ex mujer sufrió tal ataque de mala conciencia que los otros dejaron que me diera cristiana sepultura. Desde hace siete años en contra de mi voluntad resido en el mausoleo familiar. Por una casualidad que no voy a contar ahora, me he enterado que hoy vendrán a enterrar a mi lado a la mujer que un día fue mi esposa. Llevo todo el día revolviéndome en la tumba. ¡Qué desgraciada! Parece que no le bastó arruinarme los últimos minutos de mi vida, sino que para mi desgracia cuando llegue, podrá ver con sus propios ojos la cara de gilipollas que tengo desde aquel día. He jurado no dirigirle la palabra. Me haré el muerto.