Suele sucederme los días de Barça-Madrid. En que ando excesivamente pendiente del rato que falta para el partido, y suelo organizar una especie de liturgia (nada que ver con la superstición) consistente básicamente en encontrar cosas que hacer que me aparten de esa constante mirada al reloj. Nada de gran enjundia (siento decepcionar a algunos: no he encontrado aún una lectura tan intensa e impostergable para eclipsar un evento así), pero sí algo que, más o menos pueda acaparar la atención para evitar la corrosión del ánimo inherente a cualquier espera prolongada. Claro: una cosa sería escribir uno de esos post donde hablamos un poco de todo. Cuarenta o cincuenta líneas donde lamentarme de la calma chicha del proceso de independencia, algún apunte sobre las elecciones de Andalucía, que podrían representar el primer toque de atención, las primeras cornetas de la fanfarria de la defección del partido tardofranquista que es el PP. Mencionar como un mango de una espumadera muestra la cara perpetuamente sonriente de un delfín cualquiera, evaluar los irónicos comentarios sobre la música electrónica, quejarme de las nubes que no dejan ver contemplar eclipses, aludir a Túnez, reírme de alguna patética fotografía en La Vanguardia con caras de policías pixeladas, pero sin pixelar el resquicio visible de la cara de una mujer que deja un burka.Podría lamentarme del enorme atraso que llevo en la contestación de comentarios aquí, y en lo desesperante que es constatar que ese, justo ese deba ser el motivo de esa abulia de la que me quejo.Y al final de todo zanjaría el tema con una pequeña relación, siempre generosa y excesiva, de las lecturas que me han ido acompañando a lo largo de la semana.Pero no: como hay quien se ha empeñado, con mucha amabilidad, por atribuirme una condición icónica en mi peculiar faceta de crítico literario, he pensado que es un buen momento para destapar un poco el tarro de las esencias.Leo mucho, aún, sí. No tanto como solía, lo cual me obliga a aplicar ciertos criterios selectivos que no dejan de ser curiosos. Pues se trata de que empiezo a evitar libros de los que sospecho que voy a acabar teniendo un pronunciamiento tibio. Eso suele saberse en menos de 50 o 60 páginas iniciales. Si veo que los tiros van por ahí, los libros de ese tipo pasan a esa enorme pila virtual de libros eternamente empezados cuyo final del camino suele ser su devolución a la biblioteca, pues son atropellados por libros que son manifiestamente mejores o escandalosamente peores, o su tránsito por los diversos estantes de mi casa, hasta el improbable momento en que haya olvidado su poco estimulante condición.No voy a lamentarme de ese comportamiento pendular. La cuestión es que, en el enorme y poco poblado por el talento océano que es el aluvión de constantes ediciones y traducciones, uno tiende a buscar los extremos. Todo aquello que sale disparado por la fuerza centrífuga. De la ficción al ensayo. De la gran extensión al formato corto.
(Haré un inciso: la amable gente de Penguin Random House Mondadori me hizo llegar un bonito libro de David Foster Wallace. Esto es agua es un discurso, parece que uno de los pocos que dio, que, alargado innecesariamente por el intercalado de enormes espacios en blanco (y destinando de forma hábil pero perversa hojas enteras a resaltar una sola frase) llega a alcanzar el formato de libro, a lo que ayuda una presentación que, no negaré, lo convierte en un objeto estéticamente impecable. Bien: ni el discurso es de lo mejor que hizo, ni creo que sea la manera. Reediten sus obras. Divúlguenlas, editen unas Obras Completas, discutan sobre sus traducciones, agrupen sus escritos según temáticas por aquí y por allá. Pero no den, por favor, esa sensación de aprovechamiento exhaustivo, a costa, incluso, de bajar el listón de aquello tan cacareado que es la relación calidad-precio.)
Así que, en la enorme órbita de oscilación que representan muchos polos opuestos, los que andamos, por iniciativa propia y por conciencia social absurdamente autoimpuesta, a la caza de textos atractivos, estamos condenados a caer, uno tras otro, en cientos de arquetipos. Ensayo debe ser largo y narrativa debería ser corta. Porque ensayo ha de ser profundo y detallado y narrativa ha de ser precisa y dinámica. Como si concisión en el primer caso y suntuosidad en el segundo fueran crímenes a perseguir. Otra: facilidad de lectura huele a best-séller y complicación, uso constante de recursos, intención de desorientar al lector, es sinónimo de autor retorcido, sufridor, auténtico al que el texto le sale disparado cual vómito en una intensa noche de excesos varios. Finales abiertos son un estímulo para el lector que va más allá y finales cerrados condenan a los libros a no ser leídos más de una vez, como si leyéramos muchos libros dos veces, cuando hay tantos que no son leídos ni una.Todo ello puede que venga a cuento por lo que me ha encantado El camino del tabaco, extraña y triste novela de uno de esos escritores que, víctima de las modas que imponen a otros por encima de ellos, parece relegado a un injusto olvido. Erskine Caldwell publicó más de 30 novelas y forma parte de la generación de Faulkner y Steinbeck, de Mc Cullers y de O'Connor. Y El camino del tabaco me ha parecido ejemplar por su capacidad de generar, con una historia que parece grotesca, irreal, turbia y pesadillesca, un enorme interés por la situación de los Estados Unidos de esa época, los años 30, que tanto influye, aún, en nuestra actual visión del mundo. Este no es el sitio en el que yo empiezo a relatar detalles, pero puede que haga una excepción, en cuanto me haga con las dos siguientes novelas de Caldwell que he planificado leer (La parcela de Dios y Un lugar llamado Estherville), y empiece a pertrechar una de esas conclusiones que, dicen, acaban con una de esas tan efectivas frases lapidarias que son, dicen, marca de mi estilo.