Entre Kendrick Lamar y Patti Smith no hay apenas coincidencias, excepto que este año formaron parte de la extensa programación del Øya Festival, junto a otros nombres destacados como Arcade Fire, Artict Monkeys, Charlotte Gainsbourg, Lykke Li o Neneh Cherry. Pero ambos representan, en cada una de sus facetas, las dos caras de una industria que sigue adaptándose a la revolución que ha supuesto la transformación de las formas de acceder a la música. Es indudable que Kendrick Lamar es uno de lo artistas más populares del momento. Su concierto fue posiblemente el que más público atrajo, pero los resultados fueron algo decepcionantes. Kendrick Lamar forma parte de esa parte de la industria que, aunque pretenda pasar por revolucionaria y contestataria, en realidad es la más programada, compartimentada y sumisa. Su concierto fue técnicamente perfecto pero emocionalmente insulso. La transmisión humana del artista hacia el público parecía también programada, sosa, como si las mismas palabras que Lamar dirigía a los entregados espectadores sirvieran igual para un concierto en Oslo que en Pekín. Y salimos también con la sensación de que supo a poco su actuación, porque aunque la programación del festival anunciaba una hora y media de concierto, éste no llegó ni a la hora. Sin duda, fue el más espectacular de los celebrados este año, hay que reconocerlo, pero hemos percibido en estos cuatro días otros momentos más emocionantes en los que realmente uno puede reivindicar el amor por la música.
Kendrick Lamar estuvo algo decepcionante
Uno de esos momentos lo vivimos el último día del festival con Patti Smith. Primero hay que decir que hubo cierta falta de previsión por parte de la organización, porque Patti Smith se presentó en uno de los escenarios más pequeños, y uno de los dos cubiertos, Cirkus, lo que hizo que mucho público se tuviera que quedar fuera, aunque tuvieran acceso al concierto. Posiblemente una artista como Smith hubiera merecido un escenario más generoso y al aire libre, pero parece que no se esperaba que tuviera tanto poder de convocatoria. Patti Smith acaba de participar en la banda sonora del documental El Papa Francisco: Un hombre de palabra (Wim Wenders, 2018), con una canción que podríamos ver nominada al Oscar, posiblemente motivada por esa cierta fascinación que le ha producido el pontífice desde que actuó en el Vaticano en 2014, y eso que la rockera eterna nunca se ha considerado católica. Pero lo que no se le puede negar a este icono del rock y el punk es su capacidad para darlo todo sobre el escenario, a sus 72 años, en un concierto que (éste sí) duró una hora y media y fue la gran demostración del poder de la música. La artista norteamericana parecía tan cómoda que podría haber estado más tiempo ofreciendo ese repertorio de canciones salidas del alma que forman parte de una trayectoria que ya es historia de la música. Pero, al margen de su aportación al punk y el rock, sobre el escenario demostró ser una auténtica fuerza de la naturaleza, y su empatía con el público consiguió derrumbar esa cuarta pared que, en el caso de artistas como Kendrick Lamar, son de hormigón puro.Øya Festival se desarrolla a lo largo de cinco días en Tøyenparken, una amplia zona de parque situada a pocos minutos del centro de Oslo. Durante cuatro días los conciertos se desarrollan en los cinco escenarios que se sitúan en el parque, el centro neurálgico del festival, mientras que el primer día, Klubbedag, es el que se dedica a numerosas actuaciones que tienen lugar en las principales salas de concierto de la ciudad, algunas de las cuales también ofrecen conciertos el resto de los días a partir de las 23:00. Se trata por tanto de una semana llena de música que, aunque en el panorama internacional es un festival relativamente pequeño, en Noruega es la cita musical más importante del año, con más de 85.000 espectadores. Su nombre, Øya ("isla") viene precisamente de sus inicios, cuando en 1999 comenzó a celebrarse en Kalvøya, una de las islas que forman el fiordo de Oslo. Posteriormente se trasladó a Middelparken, un parque situado en el centro de la ciudad, que se quedó pequeño ante la cada vez mayor afluencia de público. Y desde 2014 se celebra en Tøyenparken, donde puede acoger un espacio mucho más amplio para convertirse en una auténtica ciudad de la música, con la participación de más de 3.000 voluntarios.
Gran actuación de Arcade Fire
A lo largo de estos cuatro días hemos visto también otras actuaciones destacables, como la de los canadienses Arcade Fire, que ofrecieron una performance frenética y divertida; la norteamericana Jenny Lewis, otra de esas rockeras que saben atrapar a los espectadores; o la francesa Charlotte Gainsbourg, que comparte con Jenny Lewis su doble vertiente tanto en la música como en el cine, porque ambas han compaginado las dos carreras. Pero en el caso de Charlotte Gainsbourg nos pareció algo distante y simplemente correcta.Como suele ocurrir en este tipo de festivales, la programación "paralela", fuera de los escenarios principales, nos ha dado las mayores alegrías. Como ese concierto emocionante y cercano del joven artista norteamericano Moses Sumney, que fue toda una revelación. Y que acaba de publicar un excelente EP, Black in Deep Red, 2014 (2018, Jagjaguwar), que le confirma como una de las voces más particulares del panorama musical actual. Y no podemos dejar de lado esa poderosa voz de la cantante norteamericana St. Vincent, que publicó el año pasado uno de sus mejores discos, Masseduction (2017, Loma Vista Recordings), y que nos ofreció una puesta en escena intensa y rompedora.
Los festivales de música se enfrentan a un futuro incierto. El aumento del presupuesto que pretenden las casas discográficas, que quieren así contrarrestar la teórica (solo teórica) influencia negativa que la difusión en streaming tiene en la venta de discos, (que sin duda es cierta, pero que lo único que ha hecho ha sido obligar a cambiar el modelo de negocio sin por ello suponer un real descenso de beneficios), implica que llevar a un artista a los escenarios internacionales sea cada vez más costoso. Lo que hace peligrar la trascendencia de festivales de mediano tamaño como éste y por tanto su supervivencia.
Øya Festival cuenta con un apoyo muy claro por parte del gobierno noruego, incluso económico. Y lo hace principalmente por dos razones, al margen de su condición de gran festival: por un lado, el apoyo claro a los artistas escandinavos en general y noruegos en particular que el Festival ha demostrado desde sus inicios. Siempre hay un hueco en la programación para los más destacados grupos y cantantes del momento, este año representados por la sueca Lykkie Li y por el ídolo adolescente noruego Cezinando, pero también para otros muchos grupos como la excelente formación instrumental noruega Steamdome o los emergentes Orions Belte, con su mezcla de blues y música underground que dio lo mejor de sí en un espléndido concierto.
El parque urbano de Tøyen acoge el festival desde 2014
El otro lado positivo del festival es su conciencia ecológica. Con una especial atención por el mantenimiento del espacio en perfecto estado, hacen un especial esfuerzo en las patrullas de limpieza, muchas de ellas formadas por voluntarios (incluso cuentan con una patrulla especial de niños), que realizan un trabajo concienzudo. Y se esmeran también en contar con una buena representación de productos ecológicos en sus zonas de comida. Esta conciencia ecológica en un país como Noruega que ofrece un perfil especialmente medioambiental (sobre todo ahora que Oslo ha sido declarada Capital Medioambiental de 2019), aunque en realidad esta cara amable frente a la naturaleza pueda ser más que discutible, le permite al festival tener un perfil positivo que sin duda ha contribuido también a su éxito.Pero lo cierto es que un festival de las características de Øya Festival resulta cada vez menos sostenible. Y por eso finalmente ha acabado siendo adquirido por un fondo de inversiones norteamericano que le permitirá tener el músculo financiero adecuado para afrontar el futuro con cierta tranquilidad. Los fundadores del festival, Claes Olsen y Linn Lunder, pretenden dejar claro que ellos y sus socios noruegos siguen teniendo el control creativa y administrativo, para evitar suspicacias incluso a nivel político. Y la verdad es que, aunque los beneficios de un festival de estas características no suelen ser grandes, este tipo de eventos parecen ser lo suficientemente atractivos para los fondos de inversiones. Por eso, la empresa norteamericana Providence Equity Partners, con unos activos de 58 billones de dólares, ha decidido invertir en tres festivales europeos, por el momento. A través de su filial Superstruct Entertainment Group ya han comprado el festival de música electrónica Sonar de Barcelona, con más de 120.000 asistentes; Sziget en Budapest, que en 2016 alcanzó su record de 496.000 espectadores; y Øya Festival en Oslo. Por su parte, otro fondo de inversiones estadounidense, The Yucaipa Companies, ha comprado Primavera Sound, el otro gran festival que se celebra en Barcelona.
Numeroso público se da cita cada año en Øya Festival
No sabemos de qué forma real influirán estos fondos de inversiones en el futuro de estas citas musicales. Es, sin duda, un riesgo importante por parte de sus organizadores ponerse en manos de estas corporaciones que no suelen tener reparos en fagocitar sus propias inversiones cuando éstas no dan los resultados esperados, pero también es cierto que, dado el cambio de modelo de negocio que está viviendo la industria musical, los festivales necesitan una estructura económica lo suficientemente contundente como para hacer frente a su consolidación.