Con siete años, mis padres cambiaron de casa. La nueva, fruto de un gran esfuerzo por su parte, habían tardado más de cinco años en hacerla; era grande y bonita, con jardín, en una calle poco transitada y con un montón de vecinos con niños de mi edad. Casi al segundo día de habernos mudado ya teníamos a varios mocosos como mi hermano y yo tocando el timbre de la puerta para que saliéramos a jugar. Porque a pesar de que me encantaba mi casa, jugar no era una actividad que hiciéramos entre paredes. Siempre estábamos en la calle. Las horas nos caían encima sin darnos cuenta y ni siquiera la falta de luz, con la noche ya encima, era impedimento para seguir con nuestros juegos. Si me paro a pensar, realmente no recuerdo bien a qué jugábamos, pero sí tengo clavado en la mente que nunca queríamos volver a casa, nunca nos aburríamos y nunca nos parecía tiempo suficiente el que pasábamos todos juntos.
Ya con algunos años más nos dio por el mundo de las casas en obras. Abandonamos las aceras para meternos en aquellas construcciones a medias, hechas de hormigón y cemento, que pasaban meses detenidas, seguramente por falta de dinero para terminarlas. Eran el mejor escenario para nuestros juegos. Sí recuerdo entonces qué hacíamos. Allí corríamos a escondernos, entre trozos de bloques rotos, algunos hierros oxidados, escaleras semiconstruidas sin barras de protección, ventanas por las que trepábamos de piso. Pienso hoy en algo así y lo veo imposible, peligrosísimo, pero lo cierto es que nunca nos pasó nada, más allá del típico raspón en las rodillas. No recuerdo bien si mis padres sabían dónde nos metíamos, pero tampoco podían estar en el limbo si aquellas estructuras aún no terminadas eran casi nuestra segunda casa, después del colegio.
Me apena hoy ver a tantos niños jugar encerrados entre cuatro paredes; verlos enganchados a una Playstation, una Wii o una PSP, nombres tan poco imaginativos…, nada comparables a nuestros bloques de hormigón, nuestras tablas con punchas, nuestros hierros oxidados. Hoy me apena comprobar que no son capaces de inventarse historias como las que nos montábamos en las obras.
Los tiempos cambian y ya no hay niños en las obras, ni las obras son ya como las de antes.