Por eso me lo podía imaginar más allá de su asiento del tren, mientras miraba él por la ventana y yo me extasiaba en aquella portentosa raya y su no menos refinado bigote. Por la mañana, recién levantado y aseado, tal vez una taza de café con leche humeante, con su plato a juego, una bandeja metálica y brillante, una, dos tostadas doradas y expectantes en la mesa de la habitación del hotel. Un rayo de luz blanca desde la ventana con visillos que bailan. Y él mirándose al espejo, la mano derecha empuñando apenas un peine de carey ordenando el cabello primorosamente hacia aquel lado, la mano izquierda apoyada suavemente sobre el otro, las cejas ligeramente arqueadas, comprobando.
