Revista Diario

Ya no se lleva el bigote.

Por Negrevernis
Claramente era necesario que aquel peinado fuera acompañado por un bigote. Pero no cualquier bigote, sino uno menudo, casi esquivo, pero apropiado, bien marcado y recortado sobre un finísimo labio superior. Un bigote de película de blanco y negro y galán entre niebla incipiente. Siempre nos quedará París gracias a ese bigote. Bigote que hace pareja inexcusable con el pelo brillante de gomina y raya en el lateral izquierdo. ¡Pero qué raya! Absolutamente recta y delineada, estudiada, irremisiblemente fruto y creación de minutos de esmerado cuidado frente al espejo.

Por eso me lo podía imaginar más allá de su asiento del tren, mientras miraba él por la ventana y yo me extasiaba en aquella portentosa raya y su no menos refinado bigote. Por la mañana, recién levantado y aseado, tal vez una taza de café con leche humeante, con su plato a juego, una bandeja metálica y brillante, una, dos tostadas doradas y expectantes en la mesa de la habitación del hotel. Un rayo de luz blanca desde la ventana con visillos que bailan. Y él mirándose al espejo, la mano derecha empuñando apenas un peine de carey ordenando el cabello primorosamente hacia aquel lado, la mano izquierda apoyada suavemente sobre el otro, las cejas ligeramente arqueadas, comprobando.

Ya no se lleva el bigote.

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