Revista Libros
Bonn o Yo derribé el Muro de Berlín
Hoy es doce de junio. El doce de junio de 1989 se reunieron en la ciudad de Bonn los líderes de Alemania Occidental y la Unión Soviética. En esta Cumbre, Kohl y Gorbachev, acordaron cuál sería la actuación del régimen de Moscú y su ejército rojo en el caso de que sucediera lo que luego pasó. Casi tres meses después, el nueve de noviembre, se produjo lo que los mandatarios ya presentían con esa visión del futuro tan falsamente atribuida a algunos dirigentes políticos: la caída del Muro de Berlín. Toda la Unión Soviética se acabó con el primer martillazo al Muro de Berlín, diría Boris Yeltsin tiempo después, entre hipos alcohólicos supongo, pero no por eso con su entendimiento más nublado.
Pues para Bonn iba yo ese mismo doce de junio, se trataba de un rendez-vous con alguna amiga antigua, no sé de cuál otra forma definirla, además de como josefina, trigueña y de cabello negro y que, sólo por casualidad, estaba pasando una temporada un poco más al sur de Bonn en Stuttgart. De vuelta se vendría conmigo a pasar algunos días en mi barraca de joven estudiante universitario. Nadie sabe lo que debí trabajar para ordenar mi cuarto y sacar las cajas vacías de pizza, las bolsas con cosas diversas que no había catalogado aún como basura descartable, los papelitos engrasados de los shoarmas -o dönner kebab que es como lo llaman los turcos que en cada esquina alimentan a los transeúntes en Alemania-, toda esa dudosa memorabilia que yo había ido acumulando en la pequeña pieza como con un ánimo inconfeso de negligente museógrafo aficionado. Esa precisa mañana del día de mi viaje, por la primera y única vez en mi vida, me quedé dormido y perdí el bus (había conseguido dos tiquetes en una excursión de amas de casa que iban a pasar el día de compras en la ciudad, nada salía más barato que eso). Nunca antes me había pasado y nunca, -insisto como para que me crean más fácilmente- hasta ahora, me ha vuelto a pasar. Eso de dejar la cama a la hora debida sin necesidad de despertador es un autocontrol adquirido en mi época de secundaria cuando los sábados, siempre puntual a las 3:30 a.m., debía iniciar el viaje de dos horas hasta la lechería de mi padre para llegar a la cita con mis funciones ad-hoc de “presupuestador obstétrico”, (de ese tiempo me quedó, además, la siempre muy útil habilidad de poder dormir mientras conduzco). Este trabajo de los sábados adolescentes demandaba calcular con la ayuda de una famosa Rueda Veterinaria las fechas probables de parto de las vacas preñadas dada la fecha en la que se había producido el ayuntamiento carnal , (entonces no lo sabía, pero en el futuro, ese know-how, y esa inclinación hacia este tipo de cálculos me serían muy útiles).
Aquella mañana en Alemania al darme cuenta de mi atraso tomé, en mi desesperación, un taxi y, como en las películas, le pedí a todo pulmón al chofer que me llevara por la carretera a alcanzar el bus con la excursión de las amas de casa. Al cabo de un buen rato de andar por la carretera, y luego de que el taxímetro marcara el monto exacto de mi presupuesto para todo el resto del mes (eran carísimos los taxis en Alemania), que era además todo el monto que cargaba encima, no pudimos dar con el bendito bus color naranja lleno de las ansiosas compradoras que en ese momento irían por ya la Autobahn dormitando o quizás discutiendo sus problemas con la carga de ropa que llevarían al día siguiente a la lavandería del barrio o quejándose porque no podían fumar en ese bus de vidrios clausurados. Le pedí entonces al taxista que me dejara en la próxima estación de transporte público para devolverme a mi, ahora tan limpia y prolijita, barraca estudiantil. Desesperado, utilicé las últimas monedas de mi bolsillo de estudiante de Hospitality Management (el ride en taxi los había dejado literalmente limpios), para llamarla desde un teléfono público al sitio donde ella se estaba quedando en Stuttgart, debería haber alguna forma de avisarle que yo no llegaría y que ella debía entonces viajar sola, con toda su timidez meseteña, hasta mi ciudad universitaria, alguien levantó el teléfono y cuando ya me preparaba para carraspear mi horrible alemán reconocí su voz hesitante de siempre. A última hora había decidido no viajar, estaba indecisa, dudaba de mis intenciones, dudaba de lo que podía pasarle, dudaba de mí, dudaba de la asepsia de mi cuarto en el dorm estudiantil, dudaba de la visita que haríamos al balneario del Mar del Norte que quedaba a cuatro cuadras de mi residencia estudiantil , - aquí es obligatorio ir top-less cuando menos, le había dicho yo, siempre previsor, con toda seriedad los días previos-.
Antes de proceder a lastimar severamente el auricular del teléfono publico, que luego quedó debidamente inservible, (he tratado por mucho tiempo de hacerle el depósito compensatorio a la Deutsche Telekom pero no me hacen caso, bitte, por años cada vez que por la tele veía el Tour de France el uniforme de Jan Ulrich me hablaba siempre de mi deuda, es un alivio que el ciclista ya se haya retirado), le expelí a ella unas cuantas frases profanatorias, -pero no de mal gusto- que me sirvieron de catársis y de revigorizante de la energía, en caso de que ningún conductor optara por atender mis improvisadas señales de nuevo autostopista debía caminar todos los kilómetros de vuelta a la ciudad.
Mientras, en Bonn, el futuro de cientos de millones de personas se estaba decidiendo en la Cumbre de los dos líderes. No hubiera tenido la Providencia suficientes manos para atender a dos destinos que se rifaban, para velar por dos destinos que no sabían para dónde decantarse. No sé qué decir al respecto sin sonar como una mala copia de algún bestsellerista millonario, pero el Universo no tenía la fuerza suficiente para conspirar con todos sus astros en dos asuntos tan importantes, el lado claro de la Fuerza debía concentrarse en sólo una de las dos citas, la Providencia no podía tener manos suficientes para atender este tipo de aglomeración en el horizonte de sucesos de una localidad. Sí, dos citas con el Destino al mismo tiempo eran demasiadas para una ciudad pequeña como Bonn, alguien debía ceder en sus pretensiones. Así que esa fue mi humilde contribución a la caída del Muro de Berlín, mi renuncia a favor del bien común de millones de personas, mi ayuda valerosa para la reunificación de las dos Alemanias. Mi renuncia -involuntaria, qué caray eso sí debo reconocerlo- permitió que la Providencia se concentrara en solo uno de los asuntos vitales que se despachaban en ese momento. Me permito un poco de petulancia (sólo por una vez y sólo para que se note la diferencia, digo): ¿No se podría calificar, acaso, como de digna y hasta heroica mi participación en la caída del Muro de Berlín? ¿No merecería acaso que estos señores me enviaran aunque fuera sólo un trocito del antiguo Muro para ponerlo en el baño de visitas de mi casa? (de acuerdo, pueden descontar, si les parece, el monto del arreglo del teléfono público).
De ella, por respeto no volví a saber nada, por respeto, quiero decir, al mal humor y a la buena puntería de su marido alemán. Aunque, qué carajo, me decido ahora mismo por una googleadita en silencio, que no le hace mal a nadie, así encuentro en la edición de la Gaceta del pueblo alpino donde ahora reside una referencia al cumpleaños de su hija primogénita: “Hoy 09 de marzo del 2000 cumple diez años la linda niña..., hija del hogar formado por el ilustre policía de nuestra comunidad Herr.... y de la costaricense ...., dama muy distinguida en las obras de caridad de la comunidad...”
La vieja Rueda Veterinaria de calcular fechas de parto siempre ha andado conmigo, la tengo en mi escritorio, quizás como una forma de recordarme a mí mismo que existen trabajos menos plácidos, que existen jefes más déspotas que los que ahora tengo. El primer cálculo me da como fecha de concepción el doce de diciembre de 1988, pero luego me percato que estaba haciendo los calculos con la parte de la Rueda correspondiente a las elefantas asiáticas o a las ballenas beluga. Llamo a un amigo médico que me dice el número exacto de semanas a considerar en el embarazo de las mujeres (él no quedó muy convencido cuando le dí mis razones para la pregunta, estoy seguro de que le sembré algunas dudas y que ahora mismo las está diseminando por toda la ciudad, que digo ciudad por toda la Internet). En el nuevo cálculo con la Rueda la fecha de concepción de alguien nacido el 09 de marzo de 1990 es el 12 de junio de 1989. Ahora me doy cuenta que yo estaba equivocado: sí tenía la Providencia fuerzas suficientes para atender el llamado de dos destinos a la vez. Aunque lo mío con el Muro no me lo puede quitar nadie.La Bitacora del Faro Tuerto www.heribertorodriguez.blogspot.com