Dedicado a Emilio García Alonso
y a Ramón NietoHace un par de semanas sentí que todos mis recuerdos eran falsos, que mi padre no era la persona que yo llevo ya tantos años evocando, y que ni las cosas habían ocurrido como yo creía ni las personas queridas habían sido como las recordaba. Durante unos minutos se me desmoronó mi vida, y no supe si todo había sido una invención o un espejismo.Cuando murió Franco yo tenía quince años. En aquella época no se hablaba de política, y los niños de quince años éramos sólo eso: niños. Nuestra patria era el fútbol y nuestra ideología eran Eddy Merckx y Luis Ocaña. Yo me enteré después de muchas cosas, como todo el mundo; pero entonces, para los chicos de mi edad Franco era el que mandaba en España y el que salía en los sellos y en las monedas. Nada más. Recuerdo que lo primero que pensé cuando se murió fue si las monedas iban a seguir valiendo o si nos darían unos días de plazo para que nos las gastáramos. También recuerdo, creo que muy claramente, la mañana del veintiuno de noviembre, de camino al colegio, con los quiosqueros tomando los periódicos de los paquetes aún atados sobre la acera, y desatándolos y vendiéndolos frenéticamente allí mismo, en el suelo. Y recuerdo finalmente a Don Luis en la calle, ante la puerta cerrada del colegio, mandándonos a casa. Se veía que eran momentos solemnes, pero yo celebré los días de vacaciones que nos daban.Era el mayor de mis hermanos, y mi padre me trataba siempre como a tal cuando había algún problema, para exigirme responsabilidad y ejemplo ante ellos y para regañarme por los desaguisados, pero también para llevarme al fútbol.Mi padre no hablaba de política. Nadie hablaba entonces de esas cosas. Eso no existía. De lo que sí discutíamos mucho era de Del Bosque: A él no le gustaba nada; decía que era demasiado pasivo, soso, poco luchador, y que le hacía mucho daño al juego del Real Madrid. A mí, por el contrario, Del Bosque siempre me pareció un artista, y se lo decía a mi padre sin tapujos, incluso acusándole de no tener ni idea de fútbol y de apreciar sólo el juego de tanques y apisonadoras. Mi padre se enfadaba mucho y zanjaba las discusiones diciéndome:–Cállate, que yo he visto jugar aquí a Di Stéfano.(¿O esas discusiones también me las había inventado? ¿O las había deformado?).Pero aquel día, cuando mi padre volvió a casa por la tarde, me tendió el Informaciones, me señaló un artículo y me dijo:–Emilio, lee esto.Por aquella época yo del periódico sólo leía los deportes y la cartelera de cine, pero esa vez capté la solemnidad, casi la trascendencia de mi padre, y me dispuse a leer el artículo con atención.
He dicho que era un crío y que sólo me interesaba el fútbol, pero lo que decía aquel artículo me impresionó. El autor hablaba de esperanza por un nuevo tiempo (obviamente se refería a lo que deseaba que ocurriera ahora en España), y me pareció valiente. Y lo entendí, al menos en su sentido general.Le devolví el periódico. Estaba emocionado porque él me había considerado lo suficientemente adulto como para entenderlo, y había confiado en mí. Me sentí aún más mayor, más hijo mayor y más hermano mayor. Me sentí importante, no sabía muy bien por qué.
Han pasado treinta y cinco años. Hice una carrera universitaria, mi padre murió, me casé, tuve una hija y un hijo, al que sigo intentando abonar al Real Madrid… La vida me ha hecho más escéptico y me ha desencantado lo normal, lo que a todos.El otro día, hará un par de semanas, pasé por delante de la Hemeroteca Municipal de Madrid (Calle del Conde Duque, número 11), y se me ocurrió entrar. Había vivido estos treinta y cinco años en Madrid y podría haber buscado aquel artículo en cualquier momento, pero no se me ocurrió. Son de esas cosas que uno conserva en la memoria, cada vez más vagamente, pero que no se le ocurre comprobar. Y de pronto noté no sólo el pinchazo de la curiosidad, sino la necesidad imperiosa de volver a leer aquel artículo, de volver a tocar aquel viejo papel, de volver a escuchar la voz de mi padre:–Emilio, lee esto.Necesitaba volver a leerlo.Entré con timidez e inseguridad. Me acerqué a una empleada y le dije que quería leer el Informaciones del veintiuno de noviembre de mil novecientos setenta y cinco.Me preguntó muy amablemente si tenía tarjeta de lector. Le contesté que no, confuso en aquel mundo extraño, arrepentido de estar allí y preguntándome que a santo de qué había tenido que entrar, si yo, al fin y al cabo, iba andando por la calle a hacer una gestión. Pero mientras me arrepentía iba dándole el deeneí y firmando papeles.Me señaló una mesa y me dijo que esperara allí a que me llevaran el tomo. Me senté y me quedé en silencio. Había otros dos lectores, enfrascados en sus tochos, tomando notas como monjes medievales, ajenos al mundo exterior. Yo no tenía nada con lo que entretenerme, así que aguanté los minutos de espera mirando todo aquello, y cada vez más sorprendido de estar allí. Pero, al mismo tiempo, mis ganas de releer aquel artículo iban creciendo, y llegaron a hacerse apremiantes, angustiosas.Al rato apareció otra empleada con un tomo en el que estaban encuadernados todos los Informaciones de aquel lejano mes de noviembre.Lo empecé a hojear con morosidad. Tenía tantas ganas de llegar que me entretuve voluntaria y voluptuosamente. No sé por qué. Empecé a pasar páginas, a tocarlas y a olerlas. Era evidente dónde estaba el día veintiuno: había un cambio brusco en los bordes de las hojas. Nadie había consultado los ejemplares anteriores a ese día, mientras que ése y todos los siguientes estaban manoseados. Se notaba muchísimo.Abrí el número del día veinte, aunque era obvio que allí no podría venir el artículo, porque Franco murió aquella noche. No obstante, tal vez por familiarizarme con la composición del periódico, lo inspeccioné cuidadosamente.Entré en el día veintiuno, que era el que buscaba. No me acordaba del título del artículo, pero creía recordar su aspecto general, y estaba seguro de que cuando lo viera lo reconocería al momento.Pero no había nada. Lo volví a hojear con cuidado. No podía ser.
Recapitulé: Fui por la mañana al colegio; nos mandaron a casa; mi padre volvió por la tarde y me dio a leer el periódico. Era ese día veintiuno de noviembre. Pero allí no estaba. Todo el periódico era un monográfico sobre la muerte de Franco y sobre su vida, pero no estaba aquel artículo de esperanza.Lo hojeé por tercera vez, con sumo cuidado, y tuve que rendirme. Hasta pensé que lo podrían haber censurado a posteriori y que el ejemplar que habían archivado en la Hemeroteca no tenía lo mismo que el que me dio mi padre. Pero no. Allí había un ejemplar entero, sin vacíos ni recortes.Me estaba poniendo nervioso. Mi memoria me engañaba. Lo de mi padre llegando a casa con el periódico había tenido que ser al día siguiente.Examiné el del día veintidós, y tampoco.Me mareé. Mi memoria se lo había inventado todo.¿Era sólo un error en un pequeño dato, o es que mi padre no leía el Informaciones? ¿Leía el Pueblo, el Ya, el ABC? Imposible. Yo le recordaba perfectamente leyendo el periódico en su sillón, y era el Informaciones. ¿Pero le recordaba perfectamente? Era evidente que no. Mi padre se me desdibujaba desde hacía ya demasiados años, y eran esos pequeños detalles los que lo mantenían anclado a mi memoria, a mi vida. Pero, ¿y si esos detalles fueran falsos?Frenético, pasé al día veintitrés. Nada. Imposible. Era mentira. Sabe Dios a partir de qué retales había construido yo aquel falso recuerdo.Mi memoria no era fiable. Pero entonces tendría más errores; estaría llena de ellos. La imagen y el recuerdo de mi padre estaban deformados. ¿Y las anécdotas que recordaba de mis abuelos y de mis tíos? ¿También eran falsas? No podía fiarme de mí. Todo era un invento de la imaginación. La realidad era un truco. El artículo ya era lo de menos. Lo verdaderamente importante era la sensación de que el pasado no existía, de que la memoria era una invención.Desanimado, miré el día veinticuatro. Tampoco estaba el artículo. Pensé que podría estar en diciembre, o en enero. O podría haber salido en el setenta y ocho, con la Constitución. Tal vez mi padre me lo señaló teniendo yo dieciocho años, o veinte.En fin. Tampoco había que dramatizar tanto. Aquello había sido la composición de un falso recuerdo. Algo que nos pasa todos los días. Lo malo es que yo llevaba muchos años evocando aquél con mucho cariño y mucha nostalgia.Por pura rutina, me propuse acabar el tomo y, con él, el mes. El día veinticinco tampoco traía nada.¡Pero allí estaba! ¡El día veintiséis! Mis ojos fueron al título automáticamente: “Yo deseo”. No lo recordaba, pero en cuanto lo leí supe que era ése. Al autor, Ramón Nieto, tampoco lo conocía.Lo leí cuidadosamente. Me emocioné. Era eso. Era justamente eso. Era mi padre pasándome el periódico, a mis quince años, como si fuera ya un hombre, como si supiera entender todo lo que venía. No era el día siguiente a la muerte de Franco, sino una semana después, pero era eso. Mi padre seguía siendo el mismo.Curiosamente, el artículo sigue valiendo hoy.Al releerlo vuelvo a ver a mi padre.Pedí una copia. Me dijeron que la tenía que dejar encargada y pagada, y que pasara en unos días a recogerla.Tengo el artículo en casa, y lo releo de vez en cuando. No quiero que se me olvide. No lo enmarcaré ni nada de eso. Me basta con tenerlo en un cajón. Me basta para saber que fue verdad que mi padre me lo dio a leer, y para saber que mis recuerdos son de verdad. Me gustaría mucho discutir acaloradamente con él a cuento de Del Bosque, con la que ha liado ahora.