No se alarmen, no soy tan mayor como para haber formado parte del cuerpo de voluntarios españoles que sirvieron al ejército alemán en la Segunda Guerra Mundial. Me refiero a un colegio que llevaba ese nombre, como homenaje a aquellos hombres que dejaron su piel y huesos en el frente oriental. Corría el año 1969 y a la edad de cuatro años mis padres me mandaron al parvulario de tan insigne colegio, algo que en sí mismo carece de cualquier factor inquietante, sobre todo con la perspectiva de nuestros días. Pero hay que situarse en un contexto muy determinado y que en el mismo coincida una bruja de las de tomo y lomo. Doña Paquita era una mujer de baja estatura, entrada en carnes y siempre enlutada. De unos cincuenta años de edad, hacía tiempo que cualquier atisbo de sonrisa se le había borrado de la cara. Solo expresaba cierta mueca de satisfacción cuando depositábamos una moneda en un hucha, en forma de cabeza de Franco, con la que se pretendía recaudar dinero para arreglar el techo de una iglesia. Su expresión era siempre impertérrita, la de una mujer poco dada a las bromas y con un mal genio siempre a flor de piel. Se veía a la legua que odiaba la enseñanza y a los niños en particular. Si tenías la mala suerte de cruzarte en su camino te aguardaba un sombrío panorama. Doña Paquita enseñaba las vocales a ritmo de tirón de patillas, de pelos y de mofletes y además lo hacía con particular saña. Nos amenazaba con ser comidos con pan y chocolate por el director del colegio, un tipo por cierto que parecía de lo más inocuo. Para un niño de hoy en día semejante amenaza le traería al pairo, pero para nuestra generación, con la suficiente ingenuidad como para creer en el hombre del saco, aquello podía producir la suficiente inquietud como para no volver al día siguiente.Otra de las costumbres de semejante innovadora de la psicología infantil, era no dejarnos ir al servicio. Se pueden imaginar lo que eso puede suponer para un niño de cuatro años, el no poder ir a realizar sus necesidades es una temeridad notable. De tal forma que no éramos pocos los que terminaban haciéndose pipí encima, cuando no otra cosa peor. Cuando esto sucedía, la amable Doña Paquita, nos obligaba a coger un trapo situado detrás de un armario, impregnado de orines de toda la clase, con el que nos obligaba a limpiar el suelo, permaneciendo mojado de cintura para abajo hasta que podías llegar a tu casa. Muchos se preguntarán por la permisividad de los padres, y pondrán en solfa su actitud. Hoy en día no se consentiría bajo ninguna de sus circunstancias. Creo que ya lo he explicado alguna vez. En plena dictadura franquista eran pocos los que se atrevían a cuestionar cualquier tipo de autoridad, fuera la de la policía, la de un sacerdote o la de un maestro. Además, en aquellos tiempos tales comportamientos eran considerados como algo "normal" y habitual en muchas facetas del aprendizaje. No obstante, creo recordar que si hubo una madre que abandonó su particular miedo y tuvo sus más y sus menos con tan infame maestra. Puede que fuera cuestión de mala suerte y en mi camino se cruzaran todos los defensores de tan arcaicos métodos. El amigo Tirador Solitario, que tiene mi misma edad, habla del parvulario con otra óptica distinta. Clases con juguetes, profesores amables, todo un Shangri-La del sistema educativo. Lo que ocurre es que el Tirador siempre ha tenido mucha potra.
Si hago un repaso de mis profesores de la escuela, recordaré al de primero que nos atizaba con un palo, el de segundo tenía una especia de latiguillo con el que nos sacudía, el de tercero era un santo, menos mal, el de cuarto nos tiraba de los mofletes. El de quinto merece una atención especial. Era un tipo malhumorado, siempre insultándonos con apelativos como gaznápiros, guacharros y pollinos, acompañados de collejas y otros malos tratos. Recuerdo como se ensañó especialmente con un alumno, que tenía alguna deficiencia psíquica, pegándole e insultándoles porque su madre había pagado una fotos del colegio y aún no se había comprado un compás. El de sexto, cuando perdía los nervios, practicaba el boxeo con alguno que le sacaba de sus casillas. Como anécdota, recuerdo como en séptimo entró un joven profesor, con nuevos métodos y aire renovado. Había muerto ya Franco, pero su retrato colgaba aún de la pared de las aulas. Este joven maestro descolgó al dictador de la pared y lo arrojó a la papelera. Cuando llegaba el turno de clases de otro profesor veterano, se escandalizaba al ver la foto del Caudillo en semejante lugar y volvía a ponerla en la pared. Así se pasaron medio curso, hasta que finalmente llegaron a todos los colegios el retrato del rey Juan Carlos I. Nuevos tiempos y nuevos métodos. Lamentablemente, la estupidez termina siempre por implantarse y hoy en día son los alumnos los que acosan a sus profesores. ¿Dónde demonios se habrá escondido el termino justo y eso que se llama vulgarmente "sentido común"?. Seguramente en una papelera, como el retrato del viejo dictador.
publicado el 22 julio a las 20:26
Tantos años guardando tu secreto, te habras quedado a gusto, por fin eres libre, enhorabuena.