“¿Quién pensara jamás, Teresa mía, que fuera eterno manantial de llanto, tanto inocente amor, tanta alegría, tantas delicias y delirio tanto? ¿Quién pensara jamás llegase un día en que perdido el celestial encanto y caída la venda de los ojos, cuanto diera placer causara enojos? Aún parece, Teresa, que te veo aérea como dorada mariposa, ensueño delicioso del deseo, sobre tallo gentil temprana rosa, del amor venturoso devaneo, angélica, purísima y dichosa, y oigo tu voz dulcísima, y respiro tu aliento perfumado en tu suspiro.” Fragmento de “El Canto a Teresa” Al poco del inicio de nuestra apasionada relación, me llegó la noticia del fallecimiento del tirano. Sí, en efecto, Fernando VII acababa de morir. Y lo mejor de todo: se decretó una amnistía para los liberales que estábamos presos o exiliados. Al parecer, la Regente María Cristina pretendía el apoyo de los sectores más moderados del liberalismo para frenar las pretensiones del hermano del fallecido, Carlos María Isidro, tan absolutista como el rey que acababa de estirar la pata. Una maniobra para asegurarse el apoyo necesario para lograr la estabilidad de su Regencia, dado que la heredera al trono, su hija Isabel, era todavía muy niña y no podía ser coronada como reina. Corría el año 1833. Así que nos trasladamos a Madrid.
Y allí, enseguida, retomé mi carrera abandonada de político. Al fin parecía que el liberalismo se abría camino en mi país. También me dediqué a escribir poesías y artículos para el periódico. Digamos que alternaba mis dos grandes pasiones, además del amor por Teresa a la que idolatraba. Y fruto de ese amor tuvo lugar el nacimiento de mi hija Blanca. Pero el destino parecía guardarme algunos reveses.
Teresa parecía cansarse de mi compañía o, tal vez, de una relación estable pero rutinaria, poco excitante como lo fuera en un principio. La pasión poco a poco se fue convirtiendo en una relación más sosegada y normal. Ella me achacaba con frecuencia que mi carácter era fuerte, poco tratable. Reconozco que no soy una persona fácil y que la convivencia conmigo tenía sus momentos malos; pero adoraba a mi mujer y aunque a veces era preso de ataques de ira, nunca descargué mi irascibilidad sobre ella.
Creo que Teresa se cansó de mí.
Pero no la voy a culpar. Tal vez una relación demasiado corriente y al uso, como era la que yo le ofrecía en aquellos momentos, con esa entrega mía absoluta a la política y a la literatura, le hizo que se plantease cambiar de rumbo.Un buen día me abandonó. También abandonó a Blanca, nuestra hija. Algo que jamás entendí. Y se fugó a Valladolid con un tal don Alfonso. Yo no pude soportarlo y al poco me presenté allí. Logré a duras penas la reconciliación. Todo parecía arreglarse, hasta que el destino me trajo una nueva dosis de amargura. Por razones políticas, tuve que volver a escapar por mis ideas, las cuales se habían radicalizado. Y de liberal pasé a ser republicano, por lo que me convertí en persona non grata para la monarquía española.
Teresa me abandonó definitivamente.
Luego supe que lo pasó mal y que acabó prácticamente en la indigencia. Finalmente, enfermó de tuberculosis y murió en 1839, pobremente, enterrada de limosna. Yo no lo sabía hasta que me topé con la cruda realidad. De haberlo sabido, no hubiera permitido nunca un final así. Pero lo que nunca podría imaginar era habérmela encontrado de casualidad.
Un aciago día, andando por la calle, vi su cadáver, lívido y frío, dentro de su pobre ataúd, a través de una ventana donde habían montado, por caridad, un modesto velatorio. Aquella imagen me impresionó vivamente.
“ Las luces, como antorchas funerales,
lánguida luz y cárdena esparcían,
y en torno en movimientos desiguales
las sombras se alejaban o venían:
arcos aquí ruinosos, sepulcrales,
urnas allí y estatuas se veían,
rotas columnas, patios mal seguros,
yerbosos, tristes, húmedos y oscuros.
Todo vago, quimérico y sombrío,
edificio sin base ni cimiento,
ondula cual fantástico navío
que anclado mueve borrascoso viento.
En un silencio aterrador y frío
yace allí todo: ni rumor, ni aliento
humano nunca se escuchó; callado,
corre allí el tiempo, en sueño sepultado.
Las muertas horas a las muertas horas
siguen en el reloj de aquella vida,
sombras de horror girando aterradoras,
que allá aparecen en medrosa huida;
ellas solas y tristes moradoras
de aquella negra, funeral guarida,
cual soñada fantástica quimera,
vienen a ver al que su paz altera.”
Fragmento de “El estudiante de Salamanca”.
Aquella visión supuso un tremendo mazazo que me sepultó en un oscuro túnel del que pensé que no iba a salir nunca; pero poco a poco me fui rehaciendo, aunque siempre tuve la sensación de que con aquella muerte se iba definitivamente, también al otro mundo, algo de mi persona.
Luego, el resto de mi existencia continuó hasta hoy con algunos aciertos y algunos sinsabores. Otras mujeres hubo, pero ninguna que me hiciera sentir lo que en su día sentí por Teresa.