Cuando los lectores nos sumergimos, alborozados, en un nuevo libro de Paco López Mengual, sabemos con bastante precisión lo que vamos a encontrarnos en él: una prosa encantadora, personajes fascinantes y gran sentido del humor en muchas de las páginas. Pero, sobre todo, lo que domina (quizá se trate de una sensación especial, que no sé si el resto de lectores comparten) es una tremenda sugestión de oralidad. Algo así como si el propio autor se encontrara a mi lado, leyéndome los textos. Es una sensación muy agradable y, para mí, constituye la marca de la casa. Lo oigo hablándome de las cartas del doctor Mengele, aquel nazi nauseabundo; lo oigo contándome las anonadantes profecías del difunto primito Serafín; lo oigo relatándome la historia de los pollitos que nacieron en la nevera, tras adquirir unos huevos de dudosa frescura; lo oigo resumiéndome la memoria del escritor Salvador Cuesta, que quizá asesinó al dictador Francisco Franco, sin que la Historia haya recogido tal magnicidio en sus anales; lo oigo, en fin, cuando deja en mis ojos sus relatos sobre hombres con cuernos, abuelos exploradores, sirenas inesperadas o mujeres barbudas. Algunos de estos relatos los he leído por cuarta o quinta vez y, pueden creerme, siguen siendo muy agradables y dignos de visita, porque el autor domina el arte de la seducción narrativa.
Paco se ha convertido, lenta y gozosamente, en el bardo de Molina de Segura, en el juglar de la Vega Media, en el hombre que pone voz a bandoleros, tumbas de personajes olvidados, calles con historia silenciosa, leyendas a las que él retira el polvo con sus dedos hábiles y gusanos que mantienen la vieja tradición de la sed y las metamorfosis.
Léanlo, escúchenlo, acompáñenlo. Es un gozo de la literatura viva.