Hay pocas cosas que me molesten más que el hecho de que alguien me de explicaciones que yo no le he pedido. Generalmente no es necesario, al menos para mí, conocer las razones por las que alguien hace algo. Aunque pueda parecer lo contrario, todos actuamos de forma tremendamente lógica en base a la información, motivaciones o deseos – que a veces pueden ser profundos y subconscientes – que nos mueven, por lo que no me son necesarias excusas. Si alguien hace algo es porque tiene sus razones (o sinrazones). Como cantaba Rosendo en el tema musical “…Y dale”, no hay tiempo que se deba perder justificando un retraso.
Sin embargo, la cosa no acaba ahí. Las explicaciones no solicitadas que me incomodan no se circunscriben únicamente a la acción de un tercero. Como pueden imaginarse fácilmente si han leído alguna mis columnas, me enervan más si cabe que traten de ilustrarme sobre mi propia vida. No es que no acepte las críticas, ni mucho menos. Simplemente no consiento que se meta en mi vida alguien que jamás ha tenido cinco minutos para tomarse un café conmigo. Hay una diferencia abismal.
Es por ello que me siento cada vez más incómodo con el paternalismo y la cultura de la cancelación que se han extendido como un reguero de pólvora y que se apresta a dinamitar todo lo bueno que llevamos construyendo en Occidente desde hace años, sobre todo porque no es algo que se produzca solo desde el poder, con la coacción y la extorsión del Estado ya contábamos, sino porque muchas de las grandes multinacionales y gran parte del dinero empresarial hoy se usa para intentar gobernar nuestras vidas, por nuestro bien, claro está. Los Google, Apple o Amazon se sienten tan poderosos que creen poder decidir qué es bueno o malo para nosotros. Es curioso el hecho de que hoy Elon Musk sea el hombre más rico del planeta, gracias a la capitalización de Tesla, sin embargo, los beneficios de la empresa no acaban de justificar su enorme valor, que se sustenta, básicamente, en que en un futuro próximo las cosas serán tal y como las ha diseñado el Demiurgo del buenismo: verdes y caras.
No seré yo, pobre autónomo de provincias, el que cuestione las decisiones de los prebostes de Silicon Valley o Wall Street, pero si algo me ha enseñado la vida es que no es bueno insultar a tus posibles clientes. La segmentación ideológica, que es la que quieren aplicar en los últimos tiempos, es tan absurda como peligrosa, pues expulsa a un montón de potenciales clientes y además los cabrea. ¿Aún enseñan en las facultades de empresariales que no es bueno enfadar a los clientes? Esta es mi opinión. Allá ellos.
El mercado no tiene ideología. Los comunistas más pertinaces se financian vendiendo camisetas del Che, sin caer en la cuenta de que es el libre mercado el que les permite despotricar contra él. Hasta hace un tiempo nadie te preguntaba a qué información querías acceder cuando entrabas en internet, sin embargo, hoy, por pasiva y a través de la censura, las redes sociales expulsan a sus usuarios, negándoles el contenido que demandan, y muchos de ellos empiezan a preguntarse si de verdad vale la pena entregar tiempo a estos mastodontes de la informática. Si desciende el uso de estas aplicaciones, inmediatamente después descenderán los ingresos por publicidad, entrando en una peligrosa cuesta abajo si no se rectifica a tiempo. Eliminar contenidos o apps es una política legítima, pero también es muy estúpida desde un punto de vista estrictamente empresarial.
No niego que es difícil romper un estándar cuando lleva un tiempo instalado en nuestras vidas, pero dar por sentado que el cliente está siempre e irremediablemente cautivo es un error de bulto, de primero de empresariales. Si la asfixia es suficiente, nos iremos a buscar el aire a otra parte. Alguien, en algún lado, está preparando ya una bombona de oxígeno, denlo por hecho. Es un juego muy peligroso al que llevan jugando un tiempo los gigantes tecnológicos. De la misma manera que se acelera la deriva inquisidora, se incrementa el malestar de muchos ciudadanos contra los guardianes de la fe posmoderna. Cuanto más grande es la bola de nieve y el rodillo empresarial más callos pisa y de forma más violenta, polarizándose también las decisiones de compra.
Como bien sabrán ustedes, la riqueza no es algo estático. Las mayores fortunas cambian en un par de generaciones y los más ricos de hoy nada tienen que ver con los de hace 50 años en muchos casos. Me pregunto si la aceleración que ha supuesto internet en nuestras vidas, que también se ha plasmado en el vertiginoso ascenso y caída de muchas empresas tecnológicas, puede llegar a afectar a estos monstruos empresariales. ¿Pueden caer en desgracia Apple o Google, Twitter o Facebook, hasta el punto de ser irrelevantes? ¿A qué velocidad? No tengo las respuestas, como no las tiene nadie, pero me inclino a pensar que pueden acabar proscritas mucho más rápido de lo que sus consejos de administración prevén.
Una empresa provee de productos o servicios, no de moral. De la misma manera que siempre ha existido el mercado negro al margen del Estado, existe un mercado secundario al margen del principal y, si el exceso de regulación o la subida de la cuota de autónomos o el IVA acaban por alimentar y hacer crecer el mercado negro por encima del “legal”, el exceso de cancelación y censura, eliminando productos o servicios que el público quiere consumir acabará por convertir al mercado secundario en el principal. Prohibir las cosas no hace que desaparezcan y cuando los incentivos son suficientes, se abandona tanto la legalidad en unos casos como la comodidad de una plataforma determinada en los otros. Siempre hay proveedores de todo aquello que tiene demanda y de la misma manera que no voy a la frutería a comprar pescado, no quiero que Apple me glose las bondades de una dieta alta en fibra porque, entre otras cosas, mis problemas estomacales van justo en sentido contrario.
Foto: TED Conference.
Publicado en disidentia.com