Querido lector,
Tenemos que hablar.
Tú no me recuerdas y, en cierto modo, eso ya es una ofensa. Yo soy un personaje de un relato que leíste una vez y al que olvidaste poco después. Nos conocimos en un relato de Krakens y sirenas hace poco más de un año y te di lo mejor de mí. Literal y literariamente, lo mejor de mí. Era un domingo por la tarde y yo estuve a punto de existir. Creíste en mí, creíste que yo era real. Fue especial porque se te notaba la lagrimita en el borde del lacrimal y yo, henchido, vi satisfecha mi misión en la vida (que no tengo, en realidad).
No voy a llamarte déspota, ni altivo, ni desconsiderado. Tampoco voy a llamarte cabrón. No soy yo esa clase de personaje. Sí diré que hay más de lo que lees. Quizá nunca te hayas parado a pensarlo, pero los autores sólo seleccionan de nuestras historias aquello que les interesa y obvian lo demás. Yo no te conté, por ejemplo, que a mi padre le habían operado de varices aquel día por la mañana o que me llegó hace unos meses una carta del Ministerio diciendo que hay problemas con mi declaración del IRPF. No. Porque a ti todas esas otras cosas que me quitan el sueño te interesan poco o nada. ¿Me he quejado alguna vez? No, no lo he hecho. Ni yo ni nadie. Tenlo en consideración de ahora en adelante. ¿Acaso alguna vez se te quejó Víctor Frankenstein de la falta de recursos en su laboratorio? ¿O vino Kurtz renegando de las humedades y del frío en los riñones?
No he venido yo aquí a reprocharte nada, no me malinterpretes. Me gustaría, no lo negaré, que al menos tuvieras un vago recuerdo lejano de mí, después de haber usado mis desgracias y miserias como catarsis rápida para tu vida de mierda. Yo me partí el corazón por la mitad y varias veces, para que al final tú, cobarde, no escribieras a la chica que te gusta. Eso no fue justo. Ni bonito. Menos aún que yo te saludara de lejos con bastante efusividad, en una de estas tarde tontas que has navegado por la web, y miraras para otro lado. Me hiciste sentir muy pequeño, insignificante. Inexistente.
Cuando tú te vas, lector, cuando llegas al final, resulta que yo vuelvo a empezar. Me quedo a revivirlo todo una y otra vez. Mi médico me ha dado un par de lecturas más, cree que voy a morir pronto, dice que debo de hablar con mi autor, por si puede cambiar aquello de “fumó una cajetilla temblorosa de Malboro mientras esperaba en el coche”. Que le diga que si puede ponerme una bolsa de regalices o chicles de nicotina en su lugar. Pero no puede ser. A vosotros os gusta que nos jodamos la vida a cada rato y siempre con estilo y nosotros encantados de tomar malas decisiones: somos una buena panda de pringados.
No voy a despedirme sin confesarte algo. Pecas de crédulo cuando te sientas a leer. ¿No lo sabías? Los personajes también fingimos cuando nos leéis en la cama, fingimos los problemas en lugar de los orgasmos: Don Quijote se hace el loco, Hamlet es el alma de la fiesta cuando nos juntamos todos, Emma Bovary va al psicólogo porque tiene ataques de ansiedad. ¿Ulises? Ulises conoce a la perfección el camino de vuelta a Ítaca. Werther es un viva la vida, Yago y la Celestina son dos bellísimas personas y Sherlock Holmes acierta siempre por casualidad.
En el fondo yo te entiendo: la literatura es un pecado como otro cualquiera, pero la próxima vez, si no te importa, te paras a saludar.
Nos vemos en los textos.
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