Revista Cómics
La primera vez que vi La dolce vita, al salir del cine me dije: “cuando sea mayor, quiero ser Marcello Mastroianni”. Bueno, en realidad no me dije “cuando sea mayor”, porque por aquel entonces —era 1976, o 1977; quizá 1978, y con Franco recién muerto había en los cines una avalancha de estrenos de películas largo tiempo prohibidas por la dictadura; entre ellas El gran dictador, Viridiana y La dolce vita—aunque era un niñato recién salido del cascarón, aún imberbe y con la mayoría de edad todavía por estrenar—entre otras cosas que también tenía sin estrenar— ya me consideraba un correoso adulto. Santa inocencia.
Tampoco me dije que quería ser “Marcello Mastroianni”, sino sólo Marcello, el personaje que interpretaba (y que se apellidaba Rubini, creo) en la película: un frívolo, elegante, guay, simpático y algo golfo periodista de cotilleos que, con su colega el fotógrafo Paparazzo (“mosquito”, en dialecto de Rímini; sí, Fellini ha dejado su huella en el diccionario, además de en el cine) quemaba la noche romana enfundado en un traje negro muy estiloso (un estilo que, décadas después, los gánsteres de Tarantino volverían a poner de moda) y parapetado tras unas elegantes gafas oscuras, mientras sueña con convertirse en un escritor de fuste, digno de su amigo, el intelectual Steiner. Cumplí mi sueño, más o menos: un proverbio africano dice que, cuando los dioses quieren burlarse de nosotros, nos conceden lo que deseamos. Andando el tiempo estudié periodismo en la universidad, y tras licenciarme entré a trabajar en un periódico en el que me enviaban a entrevistar a actores y cantantes y a cubrir rodajes, estrenos, presentaciones y saraos varios, frecuentemente con bufé y cócteles. Adopté las americanas negras y las Ray-Ban Wayfarer como uniforme personal (con vaqueros ceñidos y zapatillas Converse All Star; una versión afterpunk del estilismo de Marcello Rubini). Y sí, (siempre me lo preguntan cuando confieso que me hice periodista porque quería ser como el Marcello de La dolce vita) hubo alguna que otra Anita Ekberg; e, incluso, mejor aún, alguna Anouk Aimée (yo estaba muy enamorado de Anouk Aimée). Pero eso queda entre Anita, o Anouk, y yo. Un caballero no cuenta esas cosas. Y, además, tampoco fue para tanto. Ya sabéis, cuando los dioses quieren burlarse de nosotros... Como Marcello Rubini, yo también quería ser un escritor lo suficientemente serio como para agradar a Steiner. Marcello no lo consiguió, pero yo sí… más o menos (ahí también tengo la impresión de que los irónicos dioses africanos volvieron a burlarse de mí). Tras salir del cine con el propósito de convertirme en Marcello Mastroianni, me hice devoto del cine de Federico Fellini. Quien, por aquel entonces, ya era una vieja gloria que había dejado atrás la mayor y mejor parte de su obra, por lo que me tocó repescarla en la Filmoteca. Pero aún llegué a tiempo de vivir en directo los últimos coletazos del genio, de asistir a los estrenos de sus últimas películas, las más crepusculares, las más melancólicas. Vistas con la perspectiva que da el tiempo, en la mayoría de esas películas certificaba, con cruel lucidez, la progresiva decadencia, y obsolescencia, del anticuado modelo de hombre de-antes-de-la-revolución-sexual con el que Fellini se formó, y cuya defunción, de hecho, ya empezaba a intuirse en Otto e Mezzo (otra vez Mastroianni haciendo en pantalla de alter ego de Fellini) y en Giulietta degli Spiriti (si en pantalla solía usar a Mastroianni como alter ego, se servía de Gulietta Massina para expresar su parte más femenina). Pero donde machacó, ya sin piedad alguna, el arquetipo del macho tradicional fue en la muy crepuscular Il Casanova (el mito erótico masculino por excelencia, aquí convertido en un juguete sexual para las mujeres, de las que lo consigue todo menos lo que, en el fondo, más anhela: el amor. Salvo de la muñeca autómata, la única mujer que realmente posee, y junto a la que acabará la película en un plano que, como suele ocurrir en sus películas, es a la vez poético y revelador) y, ya como farsa, en La Città Delle Donne (en la que su alter ego, ya inmisericordemente ridiculizado, se enfrenta, con patético desconcierto, a la nueva mujer empoderada por la segunda revolución feminista). Yo soy de una generación muy posterior, crecí durante la segunda revolución feminista, así que esa preocupación felliniana por el ocaso del varón tradicional me pillaba un poco lejos. Sí me dio tiempo a vivir otro ocaso que también fue motivo de reflexión felliniana, al menos en sus últimas películas: el ocaso del cine como arte, y su sustitución por formas más fast-food de consumo (y producción) de entretenimiento audiovisual. “La televisión es el espejo donde se refleja la derrota de todo nuestro sistema cultural”, dijo Fellini una vez, molesto tras haber visto una de sus películas retransmitida en uno de los canales de televisión de Berlusconi con intermedios publicitarios (cosa que la RAI jamás había hecho) “¡esa no es mi película! ¡yo no puse esos planos ahí!” dijo su mujer que le gritó a la pantalla al ver el comercial que interrumpía la emisión, convirtiendo ese discurso cerrado que es una película en un ingrediente más del picadillo revuelto que fluye en chorro continuo por el grifo catódico. Qué habría dicho, de haberlos conocido, de Youtube y las plataformas de Video On Demand. De ese ocaso tratan, en el fondo, Prova d’orchestra, E la nave va y, sobre todo, Ginger e Fred e Intervista. Él mismo sufrió en sus carnes este ocaso: sus últimas películas (las antedichas y la última de todas, La voce della Luna) se estrenaron de forma casi clandestina, en pequeñas salas de arte y ensayo. Una o dos décadas antes, el estreno de una nueva película de Fellini era un acontecimiento cultural internacional y multitudinario, como también pasaba con las películas de Kubrick o, hoy en día, con las de Almodóvar. Fellini incluyó otra palabra en el diccionario, además de “paparazzi”: el adjetivo “felliniano”, que viene a significar algo así como barroco, circense y grotesco. Como las películas de Fellini, se supone. Pero por debajo, y muchas veces por encima de ese circo barroco y grotesco, las películas de Fellini están impregnadas de un sutil poesía. Esa hermosa y triste escena de Otto e Mezzo en la que el director y guionista Anselmi (Mastroianni, por supuesto) está sentado en la sala oscura donde se visionan unas pruebas de película, y se inclina hacia delante, para confesarle en susurros a su mujer (Anouk Aimée), sentada unas hileras más adelante, el amor que siente por ella, a pesar del distanciamiento, a pesar de los desencuentros. Pero su mujer no puede oírle, y sigue sentada impasible en la oscuridad, mirando a la pantalla. O esa escena de La Dolce Vita en la que Maddalena (otra vez Anouk Aimée) y Marcello (otra vez Mastroianni) se encuentran en dos habitaciones de un palacio medio en ruinas, unidas por un pozo que transporta el sonido; a su través, Maddalena le pide a Marcelo que se case con ella. Marcelo evade responder a la propuesta, pero se embarca en una larga, y sincera, confesión de su amor por ella. Pero la confesión se pierde en el vacío, porque otro hombre a entrado en la habitación de Maddalena, la besa y hacen el amor, indiferentes a las palabras de Marcello que surgen del pozo. Ese Fellini poético se nota más en sus primeras películas, las más neorrealistas (La Strada, Le Notti di Cabiria), pero siempre ha estado ahí. En todas. Mi favorita, sin embargo, seguirá siendo La Dolce Vita. Una película que, para bien o para mal (yo creo que más bien para bien, aunque por supuesto puedo estar equivocado) ha contribuido a hacerme como soy. Y este año, en el que Fellini hubiera cumplido cien años, me ha parecido apropiado pagar esa vieja deuda escribiendo estas líneas mientras en el reproductor suena la música de Nino Rota. Y Giulietta, please, stop Crying.