El emperador Yongle llevaba más de doce años gobernando, sin haber conseguido el afecto de su pueblo. La llegada del qilin le daba una nueva oportunidad para lograrlo.
Su vida no había sido fácil. A los nueve años, su padre, el emperador Hongwu, le abandonó en el bosque para que aprendiese a sobrevivir por sus propios medios, sin que nadie le procurase alimento ni refugio. Consiguió superar la prueba y salir victorioso, aunque sentía que su alma se había quedado para siempre en aquella montaña.
Con sus súbditos no le había ido mucho mejor. Llevaba más de doce años gobernando, pero seguía percibiendo su rechazo e incomprensión, a pesar de las numerosas iniciativas que había acometido para congraciarse con la población. No obstante, esta vez tenía la convicción de que lo conseguiría.
Desde el pórtico del Salón de la Suprema Armonía, en lo más alto de la rampa que ascendía desde el Patio Exterior, podía distinguir a sus pies cómo cientos de miles de personas se habían congregado para presenciar tan magno acontecimiento, agolpados a ambos lados de la Vía Imperial.
Zhu Di era el cuarto de los veintiséis hijos del emperador, y aunque todos habían recibido una exquisita educación y un pequeño reino que administrar, siempre quiso pensar que en cierto modo su padre le prefería a él sobre los demás. Así al menos lo creyó cuando le asignó el mando de la ciudad de Pekín. Suponía una gran responsabilidad, ya que su posición era estratégica para controlar la frontera norte y contener los ataques de los mongoles y de los seguidores de la anterior dinastía Yuan.
El día en que Hongwu se saltó una generación y nombró como sucesor a su nieto Zhu Yunwen, que adoptaría el nombre de Jiawen en su coronación, constató que el supuesto cariño de su padre hacia él era tan solo producto de su imaginación
Zhu Di estaba seguro de que su sobrino, joven e inexperto, se dejaría influenciar por la corte de ministros y funcionarios corruptos que le rodeaba, y que llevarían al imperio a la anarquía y al caos. Así que decidió asumir, como jefe del ejército, el cometido de enfrentarse a ellos en una guerra civil que duró tres años. Cuando tomó Nankín, la capital, asaltó el palacio imperial y le prendió fuego con sus cortesanos dentro. Su sobrino, el emperador Jianwen, y su familia, no debían estar allí en ese momento, pero lo cierto es que nunca más se supo de ellos. Desde entonces, fruto de sus remordimientos, cada día creía reconocer el rostro de su sobrino en numerosas caras.
Y si él no se había perdonado nunca ese error, los ciudadanos tampoco lo habían hecho, a pesar de todos los intentos de borrar de la memoria aquella mácula en el inicio de su reinado. El día en que se convirtió en emperador de China tomó el nombre de Yongle, que significa ’Felicidad perpetua’, un epíteto desacertado porque en nada se correspondía con su estado de ánimo. Día tras día había sido víctima del desprecio, ya que todos le consideraban un usurpador que había tomado el poder por la fuerza, y de forma deshonrosa.
Imaginó que emprendiendo grandes proyectos lavaría su culpa y obtendría el perdón de la gente, pero no fue así. Trasladó la capital a Pekín, ciudad en la que había vivido mucho tiempo y en la que se sentía más cómodo que en Nankín, y decidió construir un nuevo palacio imperial. El establecimiento de la corte suponía un notable impulso para la ciudad, a la que acudieron cerca de un millón de personas, en su mayor parte técnicos, artesanos y obreros, con el fin de acometer las obras e infraestructuras necesarias para el traslado de la sede y para el asentamiento de tal volumen ingente de población.
Comenzó así la construcción del complejo palaciego de la Ciudad Púrpura Prohibida, llamada así en referencia a la Estrella Púrpura o Polar, centro del universo y casa del Emperador Celestial de Jade. Constaría de 9.999 y media estancias, ya que el palacio celestial se sabía que tenía 10.000, y no era cuestión de desafiarlo. Se había diseñado al detalle, con el fin de que cada mínimo elemento reflejase toda la grandeza del poder imperial.
También impulsó el proyecto de publicar una gran enciclopedia que compilase todo el saber conocido hasta la fecha, reuniendo a su alrededor a los más importantes eruditos, artistas, historiadores, astrónomos, médicos y científicos de su época, que dieron un gran realce a su corte. Pero la repercusión del Gran Diccionario Yongle, una obra sin precedentes, no trascendió más allá de los ámbitos palaciegos.
Era cuestión de acometer obras cuyos efectos sí llegasen al pueblo llano. Este fue el motivo que le llevó a abordar la reconstrucción del Gran Canal desde el Yang-Tse hasta la capital. El canal se encontraba abandonado, y se requirieron más de 300.000 obreros para ponerlo de nuevo en funcionamiento. Pero el esfuerzo mereció la pena y dio sus frutos de inmediato. Gracias a él, Pekín dispuso de un suministro fiable y abundante de cereales desde el sur, lo cual facilitó que la gente no pasase hambre y así la ciudad experimentó un desarrollo económico y comercial sin precedentes, que se tradujo en un ambiente de paz y tranquilidad para todos los hogares.
Otro proyecto que contribuyó a la prosperidad a la nación fue el impulso del comercio marítimo. Había puesto en manos de su amigo Zheng He, un gran capitán eunuco y musulmán, el mando de la Flota de los Tesoros. Ordenó construir unos gigantescos astilleros, que fabricaron más de 1.500 barcos, algunos de ellos de unas dimensiones mucho mayores que cualquier otro navío conocido.
Envió esta gran flota, la mayor que jamás se había visto hasta la época, en distintas expediciones a bordear las costas meridionales de Asia y llegar incluso al continente africano. Los barcos partieron hacia numerosos reinos, repletos de productos como oro, plata, porcelana o seda, y arribaban a puerto con fantásticos cargamentos de piedras preciosas, maderas, especias, perlas, productos exóticos o medicinas, obtenidos en lugares como Vietnam, Sumatra, Malaca, Singapur, Siam, Sri Lanka, Calicut, Brunei o Bengala.
Además de los beneficios que obtenían los comerciantes chinos, Yongle consiguió expandir la fama y nombre de China, y por ende los de su persona, a lo largo de todo el mundo conocido, y restableció el comercio y las relaciones diplomáticas, que se habían visto interrumpidos a través de la Ruta de la Seda por el auge del imperio del gran Tamerlán y sus sucesores.
No obstante, nada de aquello parecía conmover el corazón de los chinos hacia su persona, al menos hasta hoy, un día que sería recordado durante siglos, por el extraordinario suceso que iba a acontecer en breve.
Todo el mundo sabía lo que era el qilin. Se trataba de un animal sagrado de la mitología china, una de las cuatro criaturas divinas, junto con el ave fénix, la tortuga y el dragón. Se decía que tenía cuerpo de león, piel de pez, cola de buey y patas de caballo, y que en su cabeza lucia un par de inofensivos cuernos. Aunque la descripción difería bastante según la fuente que se consultase.
El qilin es un ser amable, bondadoso, pacífico, vegetariano y de naturaleza tranquila, capaz de caminar sutilmente sobre la hierba sin dañar ni una sola brizna, o de andar etéreamente sobre el agua. Casi nadie ha podido verlo nunca, ya que apenas si se prodiga por la tierra, pero cuando lo hace es para señalar la llegada de un líder sabio y honesto, o cuando va a suceder algo importante, como ocurrió el día que nació Confucio.
Su presencia auguraba una época de abundancia, felicidad y prosperidad para el pueblo, y resaltaba la magnificencia del gobernante. Así que cuando una parte de los barcos que componían la cuarta expedición de la Flota de los Tesoros llegó a puerto, con el anuncio de que traían consigo un qilin, regalo del sultán de Bengala, el emperador Yongle vio en él un símbolo de buen augurio, y una forma de afianzar definitivamente su autoridad y de certificar su legitimidad para ocupar el cargo, pues los dioses bendecían su reinado con su aparición.
Todo el mundo, incrédulos y soñadores, se había congregado a ambos lados del camino que llevaba desde la puerta Sur de la Ciudad Prohibida hasta la rampa de acceso al Salón de la Armonía Suprema, para presenciar aquel acontecimiento único.
Una enorme caja cerrada, tremendamente alta, se hallaba a las puertas de la Ciudad Prohibida. En su interior se oía, de vez en cuando, cómo el qilin chocaba contra las paredes, en un intento de abatirlas y escapar de allí.
Llegó el momento esperado, se abrió la puerta del cajón, y salió el extraordinario animal. Nadie había visto nada igual. Sin duda, debía constituir el presagio de que se avecinaban largos tiempos de prosperidad para la dinastía imperial Ming, y la confirmación de que aquel emperador sería quien les conduciría a una etapa de riqueza sin límites.
Quizás el animal no se correspondía exactamente con la imagen que ninguno de ellos había forjado en su imaginación respecto al mismo, pero todos se admiraron de aquella fabulosa criatura. Todos estos pensamientos, atrapados en los suspiros de exhalaba la gente al ver el increíble animal a su paso, le llegaban a Yongle, que veía como por fin se abría una luz de esperanza en la tormenta que había constituido toda su vida.
El animal cruzó la Plaza Wumen y entró al recinto imperial por la Puerta del Sur, atravesó el puente sobre el Río de Agua Dorada, y enfiló la Vía Imperial, aquella que solo podía pisar el emperador, ya fuera a pie o a caballo. Caminando de forma majestuosa, franqueó la Puerta de la Armonía Suprema, recorrió la pasarela a lo largo de la terraza de mármol del Patio Exterior y comenzó a subir la rampa que conducía al Salón de la Armonía Suprema, imponente centro ceremonial desde donde el emperador divisaba complacido toda la escena.
Pero la gente no se había congregado allí tan sólo por ver al fantástico animal, sino para comprobar cómo se comportaría cuando estuviese delante del emperador. De todos era sabido que, aunque el qilin es un animal pacífico, se convierte en un monstruo tremendamente salvaje en presencia de una persona malvada o injusta, lanzando llamas por su boca y mostrando terribles poderes.
La expectación era máxima cuando llegó frente al emperador. A una voz de su cuidador, en quien también creyó reconocer por unos instantes la cara de su sobrino, la jirafa bajó el cuello hasta que la cabeza rozó el suelo, en señal de respeto y admiración. Zhu Di pensó que tal vez había llegado por fin el momento en que su alma podría regresar de aquel bosque...