Revista Cultura y Ocio
Yoro
Marina PerezaguaLos libros del lince320 páginas | 19, 90 euros
"Creo que una brizna de hierba no es inferior a la jornada de los astros
y que la hormiga no es menos perfecta ni lo es un grano de arena...
y que el escuerzo es una obra de arte para los gustos más exigentes...
y que la articulación más pequeña de mi mano es un escarnio para todas las máquinas.
Walt Whitman, Hojas de hierba, fragmento
Creo que he tardado un mes en salir de Yoro, la primera novela de Marina Perezagua. Tampoco estoy muy seguro que de verdad haya salido o de que uno pueda salir de una novela como Yoro. Esta es la tercera vez que acometo la escritura de un manifiesto personal sobre lo que esa novela me ha marcado. En la primera vez, justo cuando la acabé, desistí porque estaba muy dolido y no estaba con la voluntad firme de entenderme conmigo y registrar ese dolor. La segunda la abordé con más desenfado. Dije cosas de Marina, a la que conozco, la que me cuenta que va en metro o que acaba de aterrizar por España y dispone de pocos días y mucho con lo que ocuparlos. Ese texto no es el que de verdad hacía recuento de la novela. Probablemente éste no lo sepa hacer. Yoro es un trago difícil, un tipo de novela que se apodera de quien la lee. Todas las novelas deberían procurarnos esa sensación de avasallamiento. Lo que la escritura de Marina logra es precisamente eso: que decidamos abrir el corazón, a sabiendas de que no va a ser una visita dulce o de que, al volverlo a cerrar, no será el mismo, no podría ser en modo alguno el mismo.
El viaje al corazón de la crueldad y del amor que completa el corto y contundente vocablo que da título a la novela es pertinente, preciso. Tiene Yoro mucho de viaje. H. cuenta el itinerario de la búsqueda que realiza de sí misma y de la hija que no pudo tener y que en algún lugar del mundo, sin saberlo, la aguarda. También es un viaje orgánico. Narra de un modo asombrosamente tierno, aun a pesar de la dureza que se transluce, el mapa del cuerpo de quien ha sufrido la devastación de la guerra y se ha dejado algo más que el alma en ella. El hecho de que H. se sirva de la primera persona para ofrecer su historia no sólo la hace más creíble. También más íntima. H. escribe para ofrecer una defensa válida y justificar el crimen con el que arranca la trama. Escribe para entrar en armonía consigo misma. Escribe para amar a pesar de todo. A lo que se termina accediendo, conforme avanza la novela, es a una convincente, sofisticada y dolorosa exposición de la relación de una persona con el cuerpo que posee. En ese sentido, Yoro es un atlas de la piel. La de H., quemada por la bomba, arrancada por la bomba, es también la piel de todos los que padecen alguna atrofia física que les impide (no estoy seguro de esto, la verdad) realizar una vida normal. Queda muy claro que la vida de H. y de Jim es normal. Saben qué quieren y se obstinan en esa deliberada búsqueda. Hay vidas normales, en apariencia normales, que contienen más irracionalidad que la narrada en la novela de Marina. Luego están la crueldad y el amor. De ambas hay suficientes evidencias en Yoro. Cruel es querer ser madre y no tener nada a lo que aferrarse para serlo. Cruel es que el sexo lo impregne todo y se adueñe de todo y no se tenga tampoco nada con lo que sentirlo. Amor es aceptar toda esa crueldad, saber vivir con ella, constatar que puede haber bien cuando es el mal el que nos visita a diario. Un poco de ese sólido deseo de vivir lo tiene la poesía. Lo que cuenta H., cuanto Marina Perezagua le hace contar, es un ejercicio funambulista de poesía. Lo ejecuta a una altura imprudente. Todo conduce a pensar a que se destense la cuerda y el equilibrista deshaga su heroica verticalidad. Hay veces en que, leyendo, uno piensa que ese momento trágico está a punto de producirse, pero siempre hay un vuelo novicio, uno del que es posible reiniciar la historia.
Se está bien dentro de Yoro. No importan las cicatrices, no importan los rotos. El bienestar es puramente narrativo. Ni el desasosiego ni la tragedia impiden que uno sienta que tiene entre manos una historia de una hermosura singular. De hecho es de eso, de la belleza, de lo que se habla casi de una manera obsesiva. No es sólo la maternidad, una de las muchas maternidades que existen. No es sólo la sexualidad, una de las muchas sexualidades, por supuesto. Es también la fabulación, el deseo de que un bebé fallecido cuando cayó la bomba ese fatídico seis de agosto del cuarenta y cinco en Hiroshima pueda seguir viviendo de algún modo en el corazón de quien no ha llegado ni siquiera a fecundarlo. Observada así, la trama contiene razonables puntos de novela de fantasmas. Los mejores fantasmas, lo sabe el lector de la buena literatura de terror, no buscan el mal por el mal, aunque lo extiendan. Yoro es un fantasma durante una gran parte de la historia. Uno desea que la encuentre y que no lo haga al tiempo. Teme que el final no complazca todas las expectativas que nos hemos ido haciendo sobre lo que pasará después, una vez que las dos se vean y se abracen o se rechacen. Nos interesa (a mí como lector es lo que realmente me mantiene en vilo y lo que hace que lo leído fascine) que no se solventen las dudas. Si se quebranta esa incertidumbre, todo se viene abajo. La habilidad de Marina ha sido la de contener ese derrumbe, hacer ver que podía producirse en cualquier momento e ir alargando el desenlace. Dudo que Marina escriba con la conciencia narrativa limpia. Sabe que está ofreciendo un paisaje inhóspito, debe reconocer que el contenido requería una estilística áspera, y no hay quien no admita (le guste o no lo que está descubriendo, le interese más o menos esta historia de intersexualidad, de hallazgos físicos y de renuncias sentimentales) que la autora se defiende muy bien en el tono que usa. No es deliberadamente humanitario. Hace que H. opte por una especie de apnea narrativa. Toma aire y se zambulle. Sumergida, lejos de las leyes del oxígeno, ahondando, piensa en cómo es ella en verdad y qué puede conseguir si confiesa (finalmente todo es un monólogo enorme) y los demás conocen lo que ella conoce de primera mano. Una vez dentro del agua, hay que evitar aferrarse a ningún pensamiento. H. no piensa lo que escribe, lo expulsa, lo difunde como quien aparta algo que lo quema.
No saber quién es uno hace que sea ameno el tiempo que tardamos en descubrirlo. Suena frívolo eso de que la amenidad ocupe el trayecto de una vida, pero ojalá sea así, amena, y vivamos con la sensación de que todo discurre como si fuese un juego y nos distrajese mucho la forma en que lo jugamos. Hay cosas insoportables en la experiencia vital de H., cosas que duelen con sólo pensar en ellas, cosas que se cuelan dentro y amenazan con no salir, con hacerse fuertes incluso. Por eso he tardado en ponerme en la tarea de contar el Yoro que yo he sentido. Debe haber muchos. Cuando la lea de nuevo (como he leído varias veces Little boy, el cuento del que proviene, recogido en Leche, el segundo libro de cuentos de Marina) será otra la historia que me cuente. Esa rendición un poco borgiana de la literatura, por lo que sé, le encantará a la autora. A Borges le hubiese encantado Yoro. Habla de la identidad y de los laberintos, temas muy suyos. También está la duplicidad, que es cosa de espejos y de paternidades.
Ojalá más novelas perturben como ésta. Se hace uno a que lo perturben, a que rastreen por ahí adentro y extraigan lo que ni a veces sabemos que existe. Dentro de nosotros también esta H. o está Yoro o incluso Jim, el bueno. Están desde siempre, están antes de que tuviéramos noticia de ellos. Lo que hace Marina es obligarnos a mirar en el interior. En ocasiones, comidos por el vértigo y por la fiebre, por la velocidad de las horas, no nos aventuramos, carecemos de la osadía, creemos que no va a gustarnos lo que encontremos, pensamos (con fiables evidencias de certeza) que interesa más no saber. La literatura abre los ojos, los abre siempre. Esta literatura tiene esa función acrecentada. Luego hay otras maneras de escribir y otras historias que contar, pero la de esta criatura H.(que no siendo hombre, lo es; que no siendo mujer, lo es también) exigía esta dureza, requería de toda esa complicidad, mutada en valentía, con la que se van pasando las hojas.
De conformidad a lo leído, pensada la trama, pesada incluso, colocado en la balanza de las emociones y sometida a la voluntad de la razón o del alma, sea la cabeza o el corazón el que administre qué queda de Yoro cuando hemos llegado al final, hay mucha felicidad. Es curioso que una historia cruel, que hiere al lector, punzándolo más de lo que querría, deje ese poso de alegre convencimiento. Se crece esa alegría, se impone al caos que pugna por hacerse dueño. Hay como un palimpsesto hermoso. Debajo del kimono arrancado de la piel por la bomba, permanecen los dibujos, las estampas florales, la belleza incrustada en su tela. H., el personaje terrible, el personaje dulce también, pide disculpas porque a veces recurra a la digresión, pero no es cierto, no lo hace: su narración discurre con fluidez, se completa (iba a escribir se adorna) con historias paralelas, duras como la que lo guía todo. Sabemos de la madre encarcelada a la que los guardias alimentan con sus propios hijos o de la orangutana Sandy, convertida en mercancía, o de la hermafrodita Herculine. Todos los personajes forman una familia peculiar, una que no se reúne en el salón y se besa y se cuenta qué les pasó y cuánto añoran el pasado.
Los personajes de Yoro son la brizna de hierba del poema de Whitman. No son inferiores a los personajes redondos, a los que se les concede la normalidad. La contundencia de lo pequeño rivaliza con la majestuosidad de lo enorme. La brizna es un chasquido comparado con la sinfonía de los astros, pero es el chasquido con el que se reconoce en el mundo y el que hace volar para anunciarse al mundo. H. chasquea sus dedos, escribe sus palabras, dice lo que le ha pasado, que es una parte del cosmos, igual que el desembarco de Normandía, la invención de la imprenta o la construcción de la muralla china. Hay como una voluntad metafísica de unión, una especie de panteísmo en la historia que cuenta H. Al cerrar la boca y contener la respiración, se produce el prodigio de la contemplación pura. Está el alma abrazada al cosmos, dicho de un modo deliberadamente lírico. Un ratón es un milagro, escribía Whitman. H. es un milagro de igual manera. Lo es porque sobrevive y planea su vida alrededor de la poética idea de la venganza o de la justicia. Desea encontrar a su hija (que no lo es, que hace de hija con más hondura a veces que si de verdad lo fuera) y encontrar en el camino a la madre que está en su interior. Es una búsqueda doble, que tiene al final un reconocimiento tan sublime que hace la historia se cierre y cuadre en nuestra cabeza y resplandezca en nuestra memoria. El sexo, los muchos que hay, ocupa una parte considerable de la trama. Casi no hay nada fuera de su influjo. Lo que hace de Yoro un trabajo singular es que adopta un tratamiento clínico, documentado. El sexo sirve para fijar límites o para crear un espacio moral desde el que considerar su influjo en la sociedad. El sexo como represor del miedo. Porque hay miedo, hay soledad y hay caos: el miedo de Jim en su barco de prisioneros, vulnerable, humillado, hueco y zombi y el miedo de no poder encontrar al bebé japonés que el ejército americano le encomienda que tutele un tiempo y al que da en acogida. Ese bebé, Yoro, es el pulmón trascendente, el brillo oculto en las sombras. Es también la guerra, la violencia contra las mujeres, la enfermedad injusta, la identidad múltiple y la piedad.
Lo que lamento, hablo en primera persona, es no haber podido verla recientemente, decirle todo esto en una mesa de café. Habra ocasión. No hace falta que publique otro libro. Tuve el honor enorme de hacer una de las presentaciones de Leche, el libro de cuentos en donde está Little boy, la semilla (tóxica) de donde nace Yoro. Imagino que ya está en un encierro nuevo, maquinando, contándose el mundo, contándolo.