Revista Comunicación
En su origen, el yoyó no era ni mucho menos un juego, sino un medio de caza, como el boomerang australiano. Su conocimiento en Europa se debió a los españoles, quienes al parecer lo hallaron en Filipinas. De hecho, hacia el siglo XVI el pueblo tagalo se valía del yoyó para atrapar a sus piezas de caza. Funcionaba un poco parecidamente a cómo funcionan las bolas de los gauchos de la pampa argentina.
El yoyó tagalo facilitaba enormemente la tarea a los cazadores; permitía reducir al animal desde lejos, si era lanzado con habilidad. El mecanismo era sencillo: dos grandes discos de madera unidos por una liana. También la palabra es de origen filipino, en cuya lengua, el tagalo, significa «la muerte», según unos, o «el viajero», según otros lingüistas.
A principio de la década de los 1920, el norteamericano Donald Duncan siempre hay un norteamericano por medio contemplando el yoyó en acción tuvo una idea feliz: reducir el tamaño de aquella arma ofensiva y convertirla en el gracioso juego infantil que es hoy. Logró interesar en su proyecto de comercialización a ciertos amigos, y ni corto ni perezoso se lanzó a la aventura de su fabricación en masa.
Pero a pesar de lo dicho, y del origen filipino de la palabra, el yoyó era conocido ya en el año 1000 antes de Cristo. Los chinos conocían una versión, pero de aplicación lúdica más que práctica o guerrera. Consistía en dos discos de marfil unidos por un cordón de seda enrollado alrededor de un eje central.
Independientemente de los esfuerzos de Duncan por darlo a conocer en Occidente, la versión oriental del yoyó se había abierto camino en Europa, donde ejemplares decimonónicos muestran ya una perfección y belleza grandes: yo yos adornados ricamente con joyas, pintados de manera esmerada con motivos geométricos. Es cierto que estos yoyos no eran meros juguetes, sino instrumentos de salón con los que se pretendía distraer a los amigos en sesiones hipnóticas: la rotación, el rápido girar ascendente y descendente de sus discos, ejercía sobre las cabecitas curiosas de las damas un efecto mareante; algunas señoras llegaban incluso a desmayarse, aunque es cierto que no faltaba tampoco Quien fingiera tal indisposición para ser recogida por los brazos de un solícito acompañante. El yoyó tuvo su puesto en el juego sutil y complicado del amor, antes de pasar a ser un juego de niños, sin más…, cuyo es el caso en la actualidad.
FUENTE:
“Historia de las Cosas” de Pancracio Celdrán
http://www.librosmaravillosos.com/historiadelascosas/index.html