Me levanté temprano, tomé un café cargado en la cafetería del motel y me dirigí ansioso hacia la estación. Desfilé ante la taquilla junto a una legión de inmigrantes abigarrados de equipaje, saqué un billete y subí a un autobús con destino al desierto.
Una vez en marcha, desde la ventanilla fui viendo despertar la ciudad, cómo se desperezaba el tráfico y los ámbares de la capital quedaban atrás. La piel agreste de aquella costilla española comenzó a rodear el trayecto, salpicado de caravanas de viajeros, caseríos blancos y empalizadas de plásticos. Por momentos costaba distinguir el mar del tapiz plateado de las plantaciones. Poco a poco el bus tomó altura, dejó la costa a la espalda y se internó entre sierras calvas y palmitos. El desierto se anunciaba en cada curva y el corazón me palpitaba emocionado.
Entonces, inmerso en el paisaje de los sueños, tomé cuenta y dudé si aquel podría ser el principio del final o el final del principio, como anticipando una dulce decepción. Enfrentado a lo imposible no habría jamás ya otra forma de vivir. Aquel viaje a La Meca no habría tanto de permanecer en el fondo de la memoria, como inaugurar un nuevo tiempo donde no hubiese lugar para más trampas en el solitario. Volver a levantar la vista y ser fiel a uno mismo serían enseñanzas propias del Bautista y las arenas de Yucca City mis aguas del Jordán. El ejemplo de los erguidos tallos de las pitas sucediéndose en las cunetas pareció darme la razón.
Yucca City no pudo enseñarme más de lo que ya intuía. Empolve mis botas sobre sus calles vacías, palpé los vestigios de un deprimente trampantojo empapelado de pasquines descoloridos e hice crujir a mis pasos la madera de la que están hechos los sueños. Mas todo fue en vano. La magia se disipó como la polvareda tras la marcha del autobús.
Liándome un cigarrillo recostado sobre el patíbulo, contemplando los vaivenes de su soga raída al compás del Poniente, recordé que hay sueños tan poderosos que no merecen ser cumplidos.