Me levanté temprano, tomé un café cargado en la cafetería del hotel y me dirigí ansioso hacia la estación. Desfilé ante la taquilla junto a una legión de inmigrantes abigarrados de equipaje, saqué un billete y subí a un autobús con destino al desierto.
Una vez en marcha, desde la ventanilla fui viendo despertar la ciudad, cómo se desperezaba el tráfico y los ámbares de la capital quedaban atrás. La piel agreste de aquella costilla española comenzó a rodear el trayecto, salpicado de caravanas de viajeros, caseríos blancos y empalizadas de plásticos. Por momentos costaba distinguir el mar del tapiz plateado de las plantaciones. Poco a poco el bus tomó altura, dejó la costa a la espalda y se internó entre sierras calvas y palmitos. El desierto se anunciaba en cada curva y el corazón me palpitaba emocionado.
Entonces, inmerso en el paisaje de mis sueños, tomé cuenta y dudé si aquel podría ser el principio o el final de algo, como anticipando una dulce decepción. Enfrentado a la fantasía no habría ya otra forma de vivir la realidad. Aquel viaje a La Meca ocuparía bien cierto un lugar en el fondo de la memoria, pero también podría resultar el soplo que despejase todas las trampas en el solitario. Volver a levantar la vista y ser fiel a uno mismo serían enseñanzas propias del Bautista y las arenas de Yucca City mis aguas del Jordán. La afirmación de los tallos de las pitas sucediéndose en las cunetas pareció darme la razón.