Revista Cultura y Ocio

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Por Calvodemora

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Creo que está al caer un blockbuster sobre zombis de la Pixar. El adoctrinamiento no solo es patrimonio de las hermandades cofrades y de los padres que se llevan a sus hijos a pegar tiros en los cotos. Disney (que está en asuntos de caja casada con Pixar o son la misma interesada cosa) no tardará en dar el pelotazo. Me pido la edición especial con doble disco, con extras y making off.  El zombi es un parque temático en sí mismo. La muerte, tratada así, con esa frívola mercadotecnica, vencerá todas las rugosidades metafísicas de los últimos dos milenios. Viva George A. Romero. Viva El Padre.
No sé qué palabra valdría para retirar aquí la palabra zombie o zombi. Quizá podrido. Los podridos. No suena mal, pero el imaginario castellano tiraría de olla de garbanzos o de ventosidad aireada en una distracción de la concurrencia. Vale la opción de que en España el fenómeno zombi (o podrido o muerto viviente, más castizamente) no deja de ser una cosa impostada, proveniente de la industria del entretenimiento. Ni siquiera tenemos una Mary Shelley. Salvo cierto tipo de jirones de carne, su Frankenstein era un ancestro formidable para los zombis de ahora. Ni siquiera tenemos un Michael Jackson. De su Thriller proviene la idea imposible de que los zombis son criaturas a las que se puede coreografiar.
Los zombis son de una elementalidad absoluta. Han sido despojados de su condición emocional y convertidos, por obra del vudú o de los cataclismos apocalípticos, en un aparato digestivo que se mueve. No hemos visto zombis fornicar en los bosques, en un descuido del cámara de turno o en un capricho del guionista. Tampoco dormir o mirar el azul del cielo o embelesarse con el sonido de la lluvia cuando cae. En ese sentido, un zombi es una célula primordial, un idea a salvo de todas las demás ideas, una boca famélica embutida en una quijada que se cae a pedazos. No acabo de entender cómo ese órgano tan relevante se escenifica tan pobremente, con tan escasa pujanza anatómica. Agradezcamos al Infinito Concurso del Azar y a la Gloria Absoluta de la Madre Natura que no se haya esmerado en el aparato locomotor de las bestias. Si un zombi tuviese el brío de un Bolt no habría paz en la tierra ni para los hombres de buena voluntad.
Un zombi no se deprime, un zombi no se alegra. En esa asepsia de ánimo, pastorean los campos, merodean las villas, fatigan las carreteras abandonadas y agotan a su modo las topografías del hambre. Como no enferman, ofrecen siempre una voluntad firme de asalto. Los opresores del mundo laboral, los que explotan al vulgo mal asalariado o directamente sin asalariar, lampan por zombificar a sus obreros. Babean con la idea de que únicamente realicen su trabajo y no caigan en la cuenta de todo lo demás. Los países que reclutan ejércitos para extender el mal que los corroe por dentro buscan zombis, personal sin alma, desalmados, eso es. El mal, cuando penetra en la carne y la malogra, nos hace zombis. En un extremo doloroso de las cosas, todos habremos visto alguno por ahí, en las colas de las charcuterías del mundo, en las plateas del teatro, en los pasillos de los Parlamentos, en los sindicatos, en las barras de los bares, en casa, en el espejo (ay) cuando en ocasiones nos miramos y nos duele lo que vemos.


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