Revista Cultura y Ocio

Zama, por Javier de Taboada

Publicado el 08 febrero 2018 por Mauro Marino Jiménez @mauromj
Zama, por Javier de Taboada

Lucrecia Martel es sin duda una de las más brillantes directoras de su generación, la cual incluye nombres tan notables como el de su compatriota Lisandro Alonso, o los mexicanos Carlos Reygadas y Amat Escalante, así como también Claudia Llosa, entre varios otros. Ellos han implantado un estilo de filmar que caracteriza a buena parte del cine latinoamericano de autor desde la última década del siglo pasado. Son relatos con conexiones causales distendidas, centradas en el transcurrir más que en el concatenarse, que piden percibir tanto como entender. Después de La ciénaga, La niña santa y La mujer sin cabeza, y luego de un silencio de 9 años, nos entrega esta película, basada en la novela más importante de Antonio Di Benedetto, y cuya producción logró el épico esfuerzo de reunir a 16 compañías productoras independientes, incluyendo El Deseo, de los hermanos Almodóvar (lo cual la sacó de Cannes, pues Pedro fue jurado el 2017). Luego de exhibirse en Venecia (extrañamente fuera de concurso) y recoger la admiración de la crítica internacional, se estrenó en Argentina y logró la respetable cifra de 80 000 espectadores (¿Alguien sabe cuánto tuvo Aloft en nuestro país?). Finalmente, para templar nuestro verano, se estrena en el Perú a comienzos del 2018, y, aunque sería imposible augurarle más de una semana, hay que celebrar su estreno comercial.

Zama es una película sobre la espera, que es por cierto, la actividad más cinematográfica, pues es lo que debe hacer la mayor parte del tiempo un director de cine. No han faltado las analogías entre Martel y su protagonista, especialmente por el tiempo transcurrido y por el fracaso de un proyecto previo, una adaptación de El Eternauta, novela gráfica de culto en Argentina.

Diego de Zama es el asesor letrado del gobernador en una colonia paraguaya del siglo XVIII. No tiene mucho que hacer allí, excepto esperar. ¿Qué espera? Una carta del rey que ordene su traslado a la ciudad de Lerma, en España, donde dejó a su familia. Con todas sus expectativas puestas en salir del lugar donde se encuentra, se parece a los peces que acompañan a los créditos iniciales de la película (que vienen después de varias escenas). Peces, se dice, empeñados en permanecer en la corriente que los expulsa, y por eso viven en las orillas. Zama es, por supuesto, la figura simétricamente inversa: el que se esfuerza por salir de un lugar que lo retiene. En vez de adaptarse al ambiente, se resiste a él. Carece pues de flexibilidad, y esa rigidez está indudablemente ligada a las políticas de la identidad. La trampa de la identidad, nos dice la directora, esa locura por ser alguien, el reconocimiento con el que la sociedad debe retribuir de alguna manera (en este caso mediante el traslado). El único reconocimiento que obtiene Zama, que linda mas con la ironía sarcástica que con una verdad de leyenda, es el de un niño oriental que viaja en una silla atada a las espaldas de un esclavo: "Don Diego de Zama, el que hizo justicia sin emplear la espada, un hombre de derecho, un juez, un hombre sin miedo". Esa locura por ser alguien en una tierra que parece no reconocerlo.

El resultado de esta actitud es la decadencia. Mientras espera, Zama va perdiendo sus batallas. Se enfrasca en una riña en buena parte provocada por un irreverente colega suyo, y el gobernador decide "castigar" a su colega "deportándolo" precisamente a la ciudad que él ansiaba. Descubre que la dama española que frecuenta, y que alienta tanto como refrena sus avances, ya tenía intimidad con su rival. El gobernador lo expulsa de su cómoda residencia, retiene muchos de sus muebles y lo obliga a irse a una pensión de las afueras que él mismo, en su primera impresión, califica de pocilga. Como su identidad, sus posesiones son ilusorias. Incluso, la mujer india con la que tiene un hijo se niega a lavar sus camisas y le cobra por la comida que le prepara. Al final, como último recurso, se embarca en una expedición riesgosa y delirante, lo que cambia bastante el tono de la película en sus últimos 20 minutos.

Guy Lodge, de Variety, llama a Zama una "distopía colonial" y no le falta razón. Además de lo mencionado, la película muestra la sutil violencia del colonialismo. Los esclavos están allí, en su cotidianeidad, como parte del decorado, por ejemplo, en la casa de la dama española interpretada por Lola Dueñas. Don Diego no es ajeno a este sistema: admite que no se anima a "servirse" unas "mulatillas" porque no le gustan las negras; y, en otra escena, no contiene su mano cuando una de ellas lo incomoda. Por otro lado, esta civilización colonial parece frágil y endeble ante una naturaleza que se impone a los designios de los hombres. El paisaje de Zama no es inhóspito sino bello, colorido y lleno de una vida que irrumpe en las casas de la gobernación, como en la escena de las termitas horadando el muro. Asimismo, la presencia de la llama y el caballo apoderándose de la cámara, mirando como testigos del fracaso y decadencia de Zama.

La última secuencia de la película, la expedición en busca del mítico bandido Vicuña Porto, es febril y se emparenta con la última parte de Apocalypsis Now. La sorpresiva revelación del bandido, los indios ciegos que caminan en la oscuridad y los indios pintados de rojo que capturan a los soldados son el preámbulo a un cierre de una violencia brutal pero que desemboca en una paradójica calma, que ya no tiene que ver con el tedio sino con la conservación de la vida. Una vez lejos los imperativos sociales y las presunciones de la identidad, la vida brota, incipiente, pero pura y persistente.


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