Donald Trump, el ínclito presidente de EE UU, acaba de propinar un zarpazo, como de costumbre, a una de las organizaciones más loables del mundo: la UNESCO, la agencia de Naciones Unidas (ONU) que promueve y vela por la Educación, la Cultura y la Ciencia en todas las naciones del planeta. Para ello, Trump ha decidido suspender la contribución económica que EE UU presta a la organización porque considera que la UNESCO mantiene un sesgo antiisraelí y, en vez de atender su labor cultural, se dedica a hacer política, promoviendo programas, como señala un columnista conservador español, de “intervencionismo enemigo de las libertades”. El motivo real de la retirada norteamericana es la sospecha de que el organismo de la ONU abraza causas que chocan contra los intereses de Israel, como aquella decisión de la UNESCO de declarar la ciudad vieja de Hebrón, en la Cisjordania ocupada, “Patrimonio mundial palestino”. Como es notorio, Washington se opone a cualquier acuerdo de los organismos de la ONU que reconozca a Palestina como entidad estatal. De hecho, ya en 1984 Ronald Reagan decidió salir de la UNESCO bajo la excusa de corrupción y de tener simpatías pro-soviéticas. Incluso el antecesor de Trump en el cargo, Barack Obama, también ordenó durante su mandato congelar la financiación de la agencia después de que la UNESCO admitiera a Palestina como Estado miembro.
Y es que tanta “condescendencia” del organismo de la ONU con Palestina es intolerable para EE UU y para el “lobby” sionista que influye en la política norteamericana. El sionismo (político), que no el judaísmo (religión), impregna la visión del mundo y las relaciones internacionales de la Gran Potencia mundial, haciéndola compartir intereses y orientando su política exterior, en la actualidad, hacia la unilateralidad y el aislacionismo. Hay que tener en cuenta que estos “lobbies” pro-Israel gozan de gran predicamento en las Administraciones norteamericanas, fundamentalmente por su peso financiero y numérico en la sociedad estadounidense. Muchos de los líderes políticos y magnates norteamericanos son judíos y abiertamente favorables al sionismo. A ello hay que añadir, además, consideraciones estratégicas, ya que Israel es el aliado más fiel de EE UU en Oriente Próximo ante la amenaza del mundo musulmán y el temor de que ramificaciones radicales del Islam accedan al poder en países de la zona. De ahí que EE UU invierta anualmente más de 3.000 millones de dólares en ayudas de todo tipo a Israel, especialmente en material para la defensa, tecnología militar punta, aviones, etc.
Con la decisión de abandonar definitivamente la UNESCO, Donald Trump no sólo hace suya esa intrínseca característica sionista de la política norteamericana, sino que la engloba en lo que la BBC inglesa denomina “doctrina del abandono”, aquella con la que Trump persigue la descalificación y toda una rectificación del multilateralismo que regía la acción exterior de EE UU y el desmantelamiento absoluto de cualquier rastro del legado del anterior presidente Barack Obama, su gran obsesión. Ello afecta a tratados y organizaciones variopintas en una especie de “lista negra” del actual inquilino de la Casa Blanca, que incluye a la UNESCO, JCPOA, TTP, TLCAN (o NAFTA), OTAN y hasta la propia ONU, entre las internacionales, y ACA y DACA (Obamacare), entre las de índole interno.
Esa sintonía de EE UU con los intereses sionistas es tal que Benjamín Netanhayu, primer ministro de Israel, ha tardado sólo un día en hacer lo propio y anunciar también la retirada del país hebreo de la UNESCO, exactamente por las mismas razones. No en vano Israel nunca había aceptado que la institución de la ONU admitiese a Palestina como estado miembro y, menos aún, que declarase Patrimonio de la Humanidad la antigua ciudad de Hebrón, al sudoeste de la Cisjordania palestina, ahora ocupada.
Ese sionismo intransigente, el que combate a muerte cualquier entendimiento de Israel con sus vecinos árabes y musulmanes, ha propiciado este nuevo paso atrás del presidente más nefasto de la historia de EE UU. Una decisión tomada en aras de los intereses del Estado hebreo y que evidencia la connivencia de la política exterior de EE UU con el sionismo más beligerante, lo que explica, por si había dudas, el empeño del presidente Trump de romper, si el Congreso no lo endurece aun más, el Acuerdo firmado por Barack Obama con Irán para impedir que fabrique bombas atómicas a cambio de relajar las restricciones comerciales que en su día se le impusieron y permitir las inspecciones periódicas a sus instalaciones nucleares. Esas, entre otras, son actuaciones de una Administración gravemente contaminada por la influencia sionista y la sectaria política de Trump. No en balde el capital judío es un destacado contribuyente en las campañas electorales de los conservadores de aquel país. Y para eso sirve esa inversión, para favorecer los intereses de la política sionista de Israel.
Así, se acusa a la UNESCO de hacer política por tratar a Palestina con el mismo rasero que a las demás naciones, aunque el acuerdo se haya adoptado tras una votación democrática y mayoritaria de los Estados miembros. Pero que Israel no respete las resoluciones de la ONU, que prosiga con su política de asentamientos judíos en territorios palestinos, que ignore las leyes internacionales y ataque por su cuenta y riesgo (relativos) instalaciones que considera peligrosas en países colindantes o que disponga secretamente de bombas atómicas, contraviniendo el Acuerdo de No Proliferación de Armas Nucleares, nada de ello le granjea reproche alguno por parte del actual inquilino de la Casa Blancani le expone a ningún castigo como el que asfixia financieramente a la institución de la ONU. Parael sionismo y la política exterior de EE UU es más grave el reconocimiento de Palestina como un Estado que, encima, es tratado como tal por organismos internacionales, como la UNESCO. Espor tal motivo que Trump le propina un zarpazo sionista a la entidad que vela por el patrimonio cultural de la Humanidad.