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Zola. Las tres ciudades

Publicado el 28 febrero 2011 por Santosdominguez @LecturaLectores

Zola. Las tres ciudades
Émile Zola.
Lourdes.
Introducción de Juan Bravo Castillo.
Traducción de Julio Gómez de la Serna.
Cabaret Voltaire. Barcelona, 2010.
Zola. Las tres ciudades
Émile Zola.
Roma.
Traducción de Miguel Gadea Vernalte.
Cabaret Voltaire. Barcelona, 2009.
Zola. Las tres ciudades
Émile Zola.
París.
Introducción de Juan Bravo Castillo.
Traducción de Julio Gómez de la Serna.
Cabaret Voltaire. Barcelona, 2008.
Mi punto de partida —escribía Zola al crítico Van Santen Kolff a propósito de su novela Lourdeses el examen de esa tentativa de fe ciega en medio del cansancio de este fin de siglo. Hay reacción contra la ciencia y es un intento de retorno a la creencia del siglo X, a esa creencia de los niños que se arrodillan y rezan, sin previo examen. Imagine a los miserables enfermos a quienes los médicos han abandonado: no se resignan, apelan a un poder divino, imploran para que éste les cure, contra las propias leyes de la naturaleza. Tal es el llamamiento al milagro. Y, yendo más allá, mi opinión es que la humanidad es hoy día una enferma que la ciencia parece condenar y que se arroja a la fe en el milagro por pura necesidad de consuelo.
Los últimos años del siglo XIX fueron cruciales en la historia social, política y cultural de Europa. En plena crisis de la razón y del pensamiento positivista, se produjo una apertura de la filosofía, el arte y la literatura hacia procesos irracionalistas a la vez que la gente, desorientada, buscaba refugio y consuelo en fenómenos religiosos y manifestaciones paranormales.
Zola, que había nacido en 1840, era en ese problemático final de siglo el novelista más relevante de la literatura europea junto con Tolstói, con el que le une por esos años una tendencia común a la utopía socialista y a una espiritualidad renovada.
En ese ambiente de crisis concibe Zola su novela Lourdes, la primera de la serie Las tres ciudades. Como las otras dos, se publicó por entregas antes de aparecer en forma de libro en 1894. A ella se sumarían luego con cadencia bienal, en 1896 Roma y en 1898 París, que completaba la trilogía.
Las tres novelas están unidas por un mismo protagonista, el abate Pierre Froment, uno de los más acabados caracteres de la obra novelística de Zola, un personaje representativo de aquel fin de siglo de crisis de creencias y convulsiones sociales. Además de esa función estructural de eje que unifica las tres novelas, el protagonista es portavoz de Zola y su propia trayectoria encarna las contradicciones entre razón y fe que agitaron la transición conflictiva de un siglo a otro.
El lector español reconocerá en él un antecedente del San Manuel Bueno unamuniano, una figura que a la vista de las siguientes líneas quizá le deba más a Zola que a Kierkegaard:
Sacerdote sin creencias, velando por las creencias de los demás, sirviendo casta y honradamente su profesión, con la tristeza altiva de no haber podido renunciar a su inteligencia como había renunciado a su carne de enamorado y a su ensueño de salvador de los pueblos, permanecía al menos en pie, con una grandeza solitaria y arisca. Y aquel negador desesperado, que había tocado el fondo de la nada, conservaba una actitud tan elevada y tan grave, aromada de una bondad tan pura, que en su parroquia de Neuilly tenía fama de ser un santo amado de Dios, cuyas oraciones conseguían milagros. Era el modelo; sólo tenía el gesto del sacerdote, sin el alma inmortal, como un sepulcro vacío en el que no quedase ni siquiera la ceniza de la esperanza; y mujeres dolorosas, parisienses que derramaban lágrimas, lo adoraban, besaban su sotana; y una madre torturada, que tenía a su hijo en la cuna en peligro de muerte, suplicaba que pidiese su curación a Jesús, segura de que Jesús se la concedería, en aquel santuario de Montmartre, donde llameaba el prodigio de su corazón encendido de amor.
La voluntad de reflejar la totalidad de lo real da lugar a un análisis de las peregrinaciones a Lourdes como un fenómeno complejo en el que conviven la superstición milagrera, la mercadería y la comprensión compasiva hacia quienes buscan consuelo en esas manifestaciones. En Lourdes pasó Zola varias temporadas, que le dejaron tan confuso e impresionado que empezó a redactar la primera novela de la serie como una forma de poner orden en su perplejidad. El resultado fue una novela en la que expresó su “simpatía crítica” con quienes peregrinaban a la gruta de los milagros.
El tono de la novela se resume en su último párrafo:
Por encima del París inmenso se alzaban unas humaredas lejanas, emanaciones rojizas que ascendían como ligeras nubéculas, la respiración difusa y volátil del coloso que estaba entregado a su trabajo. Era París con sus forjas; París con sus pasiones, sus luchas y sus sordos rumores de tempestad, su vida ardiente en perpetua gestación del porvenir. El tren blanco, el tren lamentable de todas las miserias y de todos los dolores penetraba en él a gran velocidad, lanzando con mayor agudeza todavía la fanfarria lacerante de sus silbidos. Los quinientos peregrinos y los trescientos enfermos iban a diluirse en él, iban a caer otra vez en la dura calzada de sus vidas, saliendo de aquel sueño prodigioso que acababan de hacer, hasta el día en que la consoladora necesidad de un nuevo sueño los empujase a empezar otra vez la eterna peregrinación al país del misterio y del olvido.
No hay en Lourdes ningún ataque hiriente a aquel montaje, pero aun así fue inmediata la inclusión de su opera omnia en el Índice de libros prohibidos por la iglesia.
La siguiente novela de la serie, Roma, fue en gran medida una consecuencia de la anterior. La ingenuidad de Zola viajó a Roma para intentar convencer a la curia vaticana de su buena voluntad. El intento terminó en fracaso, pero le suministró material de primera mano para enfrentar la religiosidad reformista que defiende el abate y los intereses del Vaticano sobre el telón de fondo de la ciudad eterna, que vive la contradicción permanente entre el pasado glorioso y el presente miserable, entre el cristianismo y la democracia, entre el arte y el crimen.
Frente a esas dos ciudades que representan el pasado, París es la capital civilizadora que mira hacia delante, el sueño del futuro, pero también un lugar de enormes contrastes, en donde coexisten la miseria de los bajos fondos y el lujo de los salones aristocráticos o los ambientes selectos del placer y el consumo. Lo resumía el propio Zola en un anuncio que había escrito para la prensa:
París es un estudio humano y social de la gran ciudad. En el marco dramático de una conmovedora historia de ayer y de hoy, se agitan la inmensa muchedumbre, los dichosos y los hambrientos, todos los mundos: el mundo del trabajo manual, el mundo del trabajo intelectual, el mundo de la política, el mundo de las finanzas, el mundo de los ociosos y del placer.
Con excelentes prólogos de Juan Bravo Castillo y espléndidamente editadas por Cabaret Voltaire, las tres novelas de la serie constituyen uno de los momentos más altos de la novela decimonónica. Porque en esta trilogía está el Zola que mejor resiste el paso del tiempo, el de pensamiento más complejo y desprovisto de certezas y prejuicios, el que revisa su visión del mundo y sus métodos narrativos para dar respuesta a los interrogantes que clausuraban una época y abrían nuevos caminos.
Y aunque técnicamente la trilogía responde a las características del Naturalismo, por su voluntad totalizadora, su preferencia por el mosaico colectivo o su ímpetu documental sobre la realidad inmediata, Zola ha abandonado a estas alturas el pesimismo naturalista y descartado la caridad cristiana y la rabia anarquista para convertirse en un apóstol de la utopía socialista y defender la justicia social a través de esta trilogía esperanzada, reivindicativa y contemporánea de su Yo acuso sobre el affaire Dreyfus.
En Las tres ciudades está la plenitud del maestro de la novela que anticipa en medio siglo algunas de las propuestas narrativas de la novela social y la técnica conductista: el protagonismo colectivo, la reducción de ambientes y la concentración temporal, la preferencia por los espacios abiertos o la voluntad de representación significativa de la realidad mediante unos movimientos de masas que anticipan las películas de Griffith o de Abel Gance.
Santos Domínguez

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