Revista Política
Dicen que el género de terror es muy sensible a los cambios sociales y, sobre todo, a los vaivenes económicos. Que sea el fiel reflejo de los tiempos parece que puede ser algo más que una sospecha razonable, aunque, naturalmente, tampoco es una ciencia exacta. Cuando la bonanza y el bienestar social campan por sus anchas predomina el cine de vampiros, quizás por ser éstos personajes más exquisitos, de un origen noble, poseedores de grandes mansiones, cuando no directamente de un gran castillo. Se impone por lo tanto cierto glamour que ha llegado de forma distinta a lo largo de los años, desde un aristocrático Conde con modales refinados, pero con su lado oscuro, hasta los nuevos vampiros new age, descafeinados pero muy de vestir de Emilio Tucci, relacionados con la saga "Crepúsculo". En cambio, el modus vivendi del zombi es de lo más precario. Desarrapado, sin voluntad propia, siempre hambriento y sucio, una escoria andante del cine de horror. Además puede ser un sin techo, siempre vagabundeando por las calles y caminos y, de tener un sitio donde cobijarse, no tardará en ser expulsado sin piedad por los vivos. Es carne de cañón, no hay remordimientos en su eliminación o, en el mejor de los casos, puede ser utilizado como mano de obra barata.
Si tal hipótesis de identificar zombis y crisis tiene algo de verosimilitud, no hay que extrañarse de que, tan solo tres años después de que los altos ejecutivos se lanzaran indiscriminadamente por la ventana en el famoso Crack del 29, se estrenase "La legión de los hombres sin alma", con Bela Lugosi esclavizando por medio de malas artes a los sufridos zombis. Claro que nada es perfecto, y esta teoría tiene demasiados inconvenientes, porque en 1931 también se estrena "Drácula" de Tod Brownin, quien tan sólo un año después lleva a la gran pantalla "La parada de los monstruos", película que si puede responder a un estado de ánimo, en este caso muy ligado a la Gran Depresión. "Yo anduve con un zombie" es de 1943, una fecha inolvidable para la humanidad, puesto que la Segunda guerra mundial se encaminaba a su final, dejando una Europa derruida y un número de muertos escalofriante. En 1963 es asesinado el presidente Kennedy en Dallas y, tan sólo cinco años después, son víctimas de las balas su hermano Robert y Martin Luther King. Un periodo al que muchos definen como el de la pérdida de la inocencia del pueblo norteamericano. No parece pues baladí que George A. Romero rodara por entonces la mítica "La noche de los muertos vivientes". En la crisis energética de los años 70, no era poco frecuente en las carteleras el cine zombi venido de Italia de la mano de los D´Amato, Lucio Fulci o Marino Girolami.
En la actualidad da igual el origen de los muertos vivientes, sea éste un virus, experimento o causa inexplicable, pero el trance económico que padecemos nos ha traído sin paliativos el resurgimiento del cine zombi, en el que incluso las estrellas más glamurosas del cine contemporáneo quieren situarse, como, por ejemplo, Brad Pitt y su políticamente correcta "Guerra mundial Z". No estoy muy seguro de que el binomio crisis-zombi sea una fórmula incuestionable, porque, al fin y al cabo, ¿cuándo no hemos estado en algún tipo de crisis? Dicen que la única forma de combatir a la muerte es con el sentido del humor, y puesto que hablamos de los que han sido desposeídos del impulso vital, y también de los que lo han sido de los bienes materiales más indispensables, no me resisto a emplear otra dualidad más reconfortante como la del humor y zombis, esperando tiempos mejores en los que todos vivamos mejor que el Conde Drácula en un banco de sangre.