V ivo en un prado y alguna mañana salgo, con la rociada, y me hiere la certeza de que un animal ha cascado y principia a descomponerse. La brisa viene preñada de un olor indefinible, entre dulzón y pestilente, como si unos azúcares malévolos huyesen del cadáver que ya se enfría. Parece que los elefantes y otros animales saben que van a morir y se encaminan a una discreta cuneta, para no entristecer a sus congéneres, o quizá para preservar la absoluta intimidad que exige el trance.
Me alcanza el efluvio malsano de la muerte y me figuro al animaluco yendo solo a su tumba, no sé si dolorido o simplemente cansado, pero al raso y solo. Lo imagino perdido y lento, rezongando apenas, mientras la noche le amortaja con su sayo negro y gélido. Apresado en el último bardal, lo siento derretirse entre escajos y alimañas, a desmano de todo, acosado por escuadrones de insectos que a minúsculas dentelladas lo despojan de pelo, de lana, y abren brecha para los gases de la podredumbre. Y el día se llena de un olor a criatura que falta. Un perro, un cordero, un potro. Muerto y solo.
Sin embargo, de chaval, no fui mucho de animales. Mi abuela tenía pájaros (en particular canarios, tarines y jilgueros) y la veía limpiar las jaulas y suplirles agua fresca, alpiste y cañamones. Entre los barrotes les ponía trozos de fruta y zanahorias y ellos salpicaban y picoteaban con júbilo; escasos minutos, enseguida volvían a su modorra de cadena perpetua. Algunos no se arrancaban a trinar y mi abuela les ponía discos (microsurcos de 45 rpm) con grabaciones de cantarines excepcionales. Aprendían, sí, pero sus gorgoritos me sonaban a lastimeros cánticos de esclavo en los campos de algodón.
Me daban una pena horrible cuando se despiojaban a picotazos rabiosos y sobre todo cuando perdían las plumas de la cabeza y se convertían en mini-buitres sin esperanza. ¿Soltarles, para qué? Ya ni pájaros eran.
Por casa anduvo un gato durante varios años, mi madre sabrá por qué. Un meón desvergonzado, un asqueroso hideputa que me enseñó a desconfiar profundamente de toda persona que tenga gatos. (De los perturbados que poseen iguanas, culebras y otros engendros con escamas, mejor no digo nada.)
Desafiando a toda razón, los dueños de gatos se convencen de que su gato, el suyo, no es pestífero, ni lo pone todo perdido de pelos, ni araña muebles y cortinas, ni churra los libros. Los demás sí, pero el suyo no; al suyo le dieron en Oxford un doctorado en higiene. Los demás se cagan en las alfombras; el suyo nada más cuando sufre diarrea a causa de unos intestinos genéticamente delicados.
En la adolescencia me mordió un perro, lo que enfrió unas relaciones más precarias que diplomáticas. Yo solía pasar de largo, con extrema cautela, mirándoles de prevenido refilón, pero aquél detectó animadversión o miedo, y por miedo o simple agresividad me masticó la pierna y ¡venga vacuna! No sé a cuántos perros he tenido que ahuyentar, ya cerca de mis tobillos, mediante la táctica de agacharme y fingir que cogía una piedra. (Eso creían ellos, que fingía; no pocos se han llevado un morrillazo cuando ya se veían a salvo.) Bufaban, me miraban fijo -los colmillos desbordando las fauces, los ijares temblequeantes- y yo me ciscaba en la madre que los trajo.
Ya de mayor, por motivos que no hacen al caso, me aficioné al mastín español. Habrá perros igual de buenos (no me las doy de experto), pero será por retener algo del mastín. Un buen día mi tío Manolo, uno de los mejores súbditos del reino, antes de que un empresario sinvergüenza le chafara la jubilación dejándole un suculento cañón, me dio una soberbia cachorrilla a la que bauticé como "Tara".
A Dios pongo por testigo de que tenía conductas sencillamente increíbles, pero no teman, no voy a explayarme, como esos papás que babean porque creen tener en casa a un híbrido de Goya y Mozart.
Una ironía salvaje del destino hizo que Tara se muriera de cáncer de mama, justo mi especialidad médica. Le salió un bulto y el veterinario dijo que era benigno y era un cuento. Al poco, el cáncer se enseñoreó de sus huesos y Tara estaba jodida y hubo que sacrificarla. La enterré bajo los avellanos y cuando bajo por allí, casi todos los días, le cuento alguna preocupación y ella me responde, con su cachaza mastiniana, que la cosa no será para tanto.
Algún amigo me cuestiona por qué no le di los mismos medicamentos que uso en mis enfermas. Creo que Tara los habría rechazado, tal era su integridad. La quise tanto como para no querer otro perro, ninguno que se muera y deje un abismo tan hondo, pero ¡joder! Sucede que hay personas que se mueren de hambre y de asco y qué dirían si un ricacho derrocha medicinas carísimas en una perra.
Cuando mis hijos eran muy pequeños, iban andando al pueblo, con Tara a su vera. El mayor, más rápido, regresaba antes, pero Tara jamás volvía con él: lo hacía invariablemente con la pequeña, a la que esperaba cuanto hiciera falta. Seguro que Tara tendría sed, o hambre, o ganas de llegar a casa, pero nunca dejaría a la niña sola, porque Tara sabía lo que era: una mastina.