Zozobra.
Es la palabra que mejor me resume cuando recuerdo las lejanas tardes en que, por fin, me decidí a leer “el Frankenstein” de Mary Shelley. Y digo por fin no porque yo fuese una mala lectora, más bien lo contrario, lo cual tampoco implica ningún mérito especial, si pensamos en las circunstancias de mi niñez: nací y crecí en Asturias, donde la lluvia y la bruma y el frío nos obligaban a vivir semi-recluidos, en un tiempo en que la televisión apenas existía. De modo que los libros pronto sustituyeron a los juguetes –escasos- y a los juegos –también limitados, y tan repetitivos como las canciones que los acompañaban. En cambio, los libros eran otra cosa. Los libros eran la aventura, casi la única posible a esa edad en que aún no podíamos salir al mundo a “vivir aventuras”. Pero, aunque fuesen otros quienes las viviesen –los protagonistas de los libros-, necesitábamos saber de los sucesos extraordinarios para alimentar nuestra imaginacióny nuestra esperanza: algún día, yo también…, soñábamos. Y aquí podríamos poner los nombres de nuestros héroes o de nuestras heroínas.
Leer era la verdadera aventura, aunque ésta no fuese real. Y leer, al mismo tiempo, suponía aventurarse: embarcarse en una travesía de rumbo incierto, llena de incógnitas y enigmas, que nos llevaría lejos, muy lejos de nuestro lugar y de nosotros mismos. Leer era emprender un viaje hacia lo desconocido: un viaje sin mapa y sin padresni hermanos mayores que nos acompañasen, y quizá por eso, un viaje que, si no peligros, sí nos traería sobresaltos y sorpresas.
Acostumbrada a que la lectura fuese aventura en el sentido que acabo de explicar, ¿cómo aceptar “el Frankenstein”?
Con la novela de Mary Shelley ocurría lo que sucede con muchos de los libros clásicos: que ya sabemos “de qué van”. Han sido las lecturas de nuestros mayores: hemos oído hablar de ellas, hemos visto dibujos o ilustraciones e incluso películas, como en este caso. De modo que las obras clásicas no eran un desafío o un misterio absolutos. En nuestras cabecitas, había ideas, imágenes y cosas sueltas, sacadas de todo eso que habíamos visto u oído contar. Cierta curiosidad estaba ya previamente satisfecha. Por eso, a veces, sobre todo si tenemos al alcance otros títulos que nos parecen más “nuevos” porque de ellos no sabemos nada de nada, en nuestro orden de lectura no les damos prioridad a esos clásicos “de todas las vidas”: porque no nos llegan “a solas”, y porque creemos que la intriga o el interrogante que encierran no serán totales. Por supuesto, nos equivocamos al suponerlo así, pero no hay que dramatizar por ello:esa actitud es explicable y hasta cierto punto lógica, porque eso no lo sabemos antes de ponernos a leer: lo averiguamos después, cuando, a lo largo de esas páginas que ya creíamos conocer, vamos descubriendo un buen puñado de misterios y secretos tan insospechados como sorprendentes.
En el caso de Frankenstein, además de este lastre general que afecta a todoslos clásicos, pesabatambién otro elemento: el libro iba de monstruos y pensábamos queno habría en él héroes a los que quisiéramos imitar o aproximarnos para viajar con ellos. Además, del miedo siempre tenemos miedo a que nos dé más miedo, más del que deseamos o necesitamos para espantar el miedo que nosotros mismos llevamos muy adentro.
Por eso escribí antes que “por fin” hubo un día en que me decidí a leer “el Frankenstein”, y que si hay una palabra capaz de resumir aquella experiencia, esa palabra es zozobra. Después, al acabar la lectura, se añadió otra: Amor.
Empecé a leer en ese estado de ánimo intranquilo e inquieto del que teme algo, pero enseguida desapareció el temor. Desapareció con rapidez y naturalidad, aunque a lo largo de esas páginas volvieran a menudo la agitación y los sobresaltos, pero éstos llegaban ya arropados por los sentimientos y las emociones y las aventuras de unos personajes que en verdad sí eran nuevos y sorprendentes. Fueron estas vidas las que me hicieron desaparecer a mí de allí. Me olvidé de mí misma y en ese olvido se disiparon mis temores, que fueron devorados por la Sorpresa. Yescribo la palabra en mayúsculas para sugerir su magnitud, pues no acababan nunca las sorpresas, encadenadas como llegaban, unas destrás de otras, imparables.
Me olvidé de mí entonces, pero jamás me he olvidado de mí aquellas tardes en que leía Frankenstein y viajaba de verdad,porque Mary Shelley me habíaembarcado en una travesía repleta de seducciones: desde el viaje inicial, con todos los peligros que implica el navegar por mares lejanos a la pesca de la ballena en ese fantástico escenario de icebergs y hombres cercados por el hielo y la nieve, a las adversidades y obstáculos que se van sucediendo en los otros viajes, que siempre son un elemento de intriga, de aplazamiento o suspensión de un enigma que sólo se revela con la llegada, ese punto final que es el desenlace pero también la satisfacción de la misión cumplida.
Hay mucha agitación en estas páginas que narran las peripecias de unos hombres que viajan a labúsqueda de algo extraordinario o también para huir de algo, perohay asimismo en el libroespacio para el placer que proporcionan los momentos de calma, cuando acompañamos a los personajes en sus paseos a pie por la Naturaleza, contemplandocon ellos hermosos paisajes, o deambulamos por las calles de una ciudad, donde vemos o encontramos a los desconocidos.
Mas el viaje no acaba aquí, pues a esta peripecia exterior Mary Shelley le añade otra, un viaje estrictamente interior: el que emprende Víctor en busca del conocimiento último que dé respuesta a su interrogación sobre el misterio de la vida y de la muerte. La seducción de la cienciaarrastra al héroe a un viaje tan arriesgado como los otros, lleno de incertidumbres y de asombro, iluminado por una luz brillante y prodigiosa, que lo arrastra hasta el límite de los terrenos prohibidos:acercarse a Dios para arrancarle su secreto y jugar con ese fuego, examinar y estudiar las causas de la vida y de la muerte,los dos polos entre los que se encierran todas las pasiones del hombre, como una fiebre altísima que hace subir la temperatura de estas páginas, por lo tenebrosas que son algunas de estas pasiones. Hay en Frankenstein desesperación, remordimiento, odio, rabia, abominación, furia, desprecio, miedo… Y nos sentimos sacudidos y agitados por ellos, pero por encima de todos esos sentimientos vemos que siemprepredomina el amor. Frankenstein es un libro repleto de amor. Hay en él historias de amor entre un hombre y una mujer y también vemos el amor entre amigos y hermanos, entre padres e hijos, entre señores y criados. Y sobre todo, vemos lo terrible que es vivir desposeído de ese sentimiento. No, el monstruo no nos inspira terror sino piedad. Y lo amamos porque sentimos su dolor: el de un ser que clamapor el amor que todos le niegan, incluso su propio padre, quien lo creó y le dio la vida. ¿Puede haber criatura más desgraciada?
Y decidimos amar al pobre monstruo, leyendo y recordando sus desventuras. Y dándolas a leer a los demás.