Planicies calcáreas, runas vikingas y restos neolíticos se reparten con nórdica pulcritud el alargado territorio de Öland. Una pacífica isla del sur de Suecia, con apenas 25.000 habitantes, cuya beatífica existencia interrumpen dos acontecimientos anuales. El primero es el Midsommardagen, el festival del solsticio de verano, que en la tercera semana de junio succiona a cientos de miles de visitantes a través del puente de Kalmar. Y el segundo la migración otoñal de las grullas, que rompen con sus alborotados reclamos las encogidas tardes de septiembre. Estas majestuosas aves, de casi dos metros y medio de envergadura, son la vanguardia de otros 500 millones de pájaros de todos los tamaños, que atraviesan Escandinavia hacia Dinamarca y Alemania en su desesperada huida del invierno. Petirrojos, trigueros, alcaudones, papamoscas, gansos, gaviotas, limícolas, rapaces… Dos columnas plumíferas cruzan el continente en pocas semanas. La occidental atraviesa Francia y se frena en Extremadura. La oriental arranca en Finlandia y salta los Balcanes y las estepas húngaras hasta Oriente Medio. La migración es un impulso atávico y poderoso, probablemente universal a todas las aves pero no siempre bien entendido por la ciencia. Ciertas especies parecen obedecer rastros olfativos. Otras el movimiento del sol sobre el horizonte. En algunos casos, persiguen los rastros invisibles de los campos magnéticos. En otros, los patrones de las constelaciones nocturnas. Ya en el siglo XIX, los biólogos comenzaron a observar que las aves enjauladas mostraban alteraciones del comportamiento justo cuando sus congéneres silvestres se preparaban para migrar. Cambios en los patrones de sueño, sobrealimentación, aleteos orientados hacia un determinado rumbo. Lo llamaron zugunruhe (en alemán, “inquietud migratoria”). Como los gansos y las grullas, como los estorninos y las águilas calvas, estoy contagiado. Llevo un par de semanas que no duermo, pensando en las mil y una formas posibles que tienen de estrellarse los aviones. Atormentado por conexiones perdidas, huelgas imprevisibles, diarreas violentas, torceduras de tobillo que me impidan pisar aquellos lugares donde no podré volver jamás. En el tráfico infernal de Kathmandú, en los niños mendicantes de los semáforos de Delhi. Pero también pienso en los sadhus, en los búfalos de agua, en los saris multicolores. En el aroma del sándalo, en los bosques de rododendros y bambú, en los colmillos nevados del Himalaya desafiando al sol del amanecer. En los rickshaws y los tuk tuks, en los turbantes de los sijs, en el resplandor marmóreo del Taj Mahal. En el dal bhat y en el té masala. En Brahma, en Shiva, en Vishnu. En las estupas doradas. En las vacas y los monos. En las cabras y los perros. En las banderas tibetanas de plegaria. Hoy, después de algún tiempo, descuelgo la mochila de las grandes migraciones. Es hora de viajar.