Revista Opinión

Alto es el precio de combatir las injusticias… pero no tanto como el de la luz (IV)

Publicado el 31 marzo 2014 por Eowyndecamelot

(viene de) Las cosas no podían estar yendo peor para mí: últimamente, cuando no fracasaba estrepitosamente, cualquier triunfo que pudiera obtener, cuanto menos era inútil y, cuanto más acababa volviéndose contra mi persona: vamos, como si hubiera participado en una manifestación por la dignidad exitosa para haber sido criminalizada en los telenoticias después gracias a la acción de infiltrados policiales provocadores y antidisturbios con armas prohibidas. No había servido de nada vencer a los Entença, porque pronto serían libres de volver a delinquir, como los reos de justicias como la del régimen postfranquista español, redactada al dictado de poderosos e indiferentes empresarios y sus serviles políticos que nombran a dedo a los jueces y elaboran las leyes a la medida de los primeros y de ellos mismos. Y es que los corruptos y los delincuentes de sangre lo tienen todo a su favor en ese sistema judicial: sólo si eres un peligro para el sistema capitalista llegará a cumplir años de prisión. Y si protestas democráticamente contra el pisoteado de tus derechos, claro; entonces además tienes derecho a tortura suplementaria: la democracia es así, queridos niños.

Pero al menos, pude cobijarme del mundo y de mí misma deslomándome en el campamento, donde entre desmontar tiendas, recoger arreos y aprovisionar a los caballeros que volvían a sus encomiendas había bastante trabajo que hacer. A última hora, el hospital de campaña se trasladó a la enfermería del castillo, un lugar mucho más fresco, cómodo y aireado, y con esta mudanza se culminaron las tareas postbélicas y llegó  la despedida de los últimos hermanos (entre abrazos y llantos: habían sido muchos meses de convivencia y existían demasiados amigos comunes cuya ausencia habría que lamentar para siempre). Solo nos quedamos el grupo de Frey Pere, o sea, Guillaume y su mesnada, Isabel, Guifré, mi viejo compañero y yo (o sea, el grupo de los conjurados, pues aún no habíamos decidido cuál sería nuestra siguiente escala) y, cómo no, los autóctonos de Corbera que aún estaban vivos, además de los heridos que aún no podían ser trasladados (entre ellos Esquieu, que al parecer no mejoraba de su indisposición, y el fiel Gerard que le acompañaba). Mientras tenían lugar estos procesos, en todo momento intenté rehuir a los reunidos en el Capítulo, e incluso intenté coincidir con Isabel lo menos posible, pero al caer la tarde ella me atrapó mientras me tomaba un descanso en la terraza que me había enseñado Bernat.

-Ah, estás aquí –dijo, como si le viniera de sorpresa-. Me han comentado la que liaste esta mañana. No sé cómo te las arreglas, pero siempre tienes que organizar algo.

-Di mejor que todo el mundo me provoca –refunfuñé yo.

-Algo de culpa tendrás tú en todo ello, por lógica –filosofó mi amiga-. Pero bueno…

-Deben de odiarme todos a muerte –aventuré yo. Ella soltó una carcajada.

-Nadie te odia, Eowyn. Por lo que sé, es más bien la reacción de Gonzalo la que no les gustó. Tú estabas siendo dura, pero justa. ¿Es eso lo que te preocupa?

-Tal vez –contesté-. ¿Y Gonzalo, Manfredo y los gemelos tampoco me odian, entonces? –ironicé.

Isabel frunció los labios.

-Ellos un poco más que el resto –se vio obligada a admitir-. Pero es comprensible. Sabes que darían gustosos su vida por la de Guillaume; tiene una habilidad especial en atraerse el cariño de hombres y de mujeres. Y desde que te conoció a ti… bueno, creo que creen que te otorga más afecto de lo que una novata en el grupo merece.

-Nada de eso es cierto. Guillaume nunca me ha preferido a sus caballeros.

-Pero tampoco los ha encumbrado por encima de ti. Quizá ese sea el problema… Ellos no quieren competencia, y menos de una mujer –vaya. Más amigos de Gallardón. Por qué será que me los encuentro por todas partes-. Y está claro que Guillaume te admira. Le sorprendes y te admira.

Me encogí de hombros.

-No tiene ningún mérito. Supongo que le rompí un poco los esquemas. Yo soy bastante normal, pero él no estaba acostumbrado a la gente como yo.

-Y le diste un modelo que no esperaba –continuó Isabel-, y le obligaste a plantearse una serie de cuestiones.

-Bueno, supongo que las circunstancias de nuestro encuentro fueron algo novelescas…

-Creo que es una persona mejor que antes de conocerte –insistió ella-. No sería de extrañar –añadió- que fuera tu ejemplo lo que le obligó a replantearse si había hecho bien robando la reliquia, y acabara devolviéndola. ¿Qué?

Yo la estaba mirando de hito en hito: realmente, ella sí que era una persona digna de admirar. Todo lo que había hecho por mí, por una causa que creía justa, lo que seguía haciendo… Como la historia que me contaron la última vez que pasé por el siglo XXI español, aquellos basureros y mujeres de la limpieza que arriesgaron sus puestos de trabajo por los estudiantes que protestaban por Ley Wert.

-Pero ¿cómo puedes saber todo esto?

-Bien, algunas cosas la he deducido yo, otras me las ha comentado Guifré y otras el propio Guillaume –explicó, algo incómoda-. Pero creo que hay otra cosa: Maese Salomón me ha comentado la conversación que mantuvisteis ayer. Y viendo la expresión de tu rostro durante todo el día, creo que hay algo ahí que te preocupa mucho

Yo desvié la cabeza. Había conseguido olvidarme de ello cinco minutos…

-No quiero hablar de ello –zanjé.

-Pues yo sí –me desafío Isabel-. No entiendo cómo puedes desconfiar de un caballero tan gentil y cortés. Me trata con más respeto que si yo fuera una dama noble.

-Había criminales nazis que hubieran dado la vida por sus perros –protesté en un murmullo-. Aunque de hecho, pensándolo bien, todos somos nazis menos los nazis, según el TDT Party.

-Tengo la solución –ella no me hacía caso.

La miré, nada convencida.

-No hay solución posible. Esta historia ha sido una mentira desde el principio. Desde la primera que se acercó a mí al final de aquel torneo y me preguntó si no me importaba que fuéramos juntos un trecho del camino, para protegernos mutuamente en una tierra llena de asaltantes. Como si hubiera sido una casualidad. Y luego toda la estúpida historia de la reliquia de los cojones, que ya me gustaría ver en el fuego, llena de ocultaciones y oscuridad.

-Aquí está la clave del asunto –ella se mostraba inasequible al desaliento-. ¿No has pensado que la reliquia… podía no ser una reliquia?

-Háblame en un idioma inteligible, por favor.

-Quizá él está tan sano gracias a ella. A la reliquia.

Aquello me hizo alzarme y plantarme ante ella, los brazos en jarras.

-A ver, Isabel –manifesté-, tú eres una buena cristiana y yo jamás he interferido en tu fe, a pesar de no compartirla; por lo menos no invocas a Santa Teresa en los momentos menos oportunos ni impones himnos religiosos en las tabernas ni pagas a nadie viajes a Lourdes con dinero público. Pero creer en el poder mágico de las reliquias o telefonear a las videntes de la tele… eso no es religiosidad, es incultura y superstición. No sé adónde pretendes llegar

-Pues a lo que te he dicho antes. ¿Y si la reliquia es en realidad… una pócima, un… un remedio?

Sus palabras volvieron a hacer que me desplomara sobre el murete. ¿Era aquello demasiado bueno para ser verdad? Sí, desde luego que lo era, pero también una posibilidad (remota, todo hay que decirlo) que yo debía de haber tenido en cuenta desde el principio, en lugar de suponer que se trataba de alguna supuestamente milagrosa escápula cervical incorrupta del Santo Cristo del Alcotoral. Aunque, pensándolo bien, tal como están dejando los gobernantes la Sanidad pública, en la España del siglo XXI van a tener que volver a recurrir a las reliquias curativas.

-¿Estás diciendo que se trata de algo científico? –exclamé.

-Supongo que sí, que así es como se llama –acordó ella.

-Pues entonces, ¿por qué Guillaume no goza de los mismos beneficios? No parece hombre capaz de renunciar a las posibilidades que se le presentan.

-He pensado mucho en ello en estos últimos meses con Guillaume, desde que conocí bien la historia. Y creo que todo encaja. Guillaume te dijo que él era ahora el guardián de la reliquia porque creía que su poseedor original no podría hacerse cargo de ella, ¿verdad? ¿Y si…? Imagina… Tu amigo se la tomó y las cosas no fueron bien del todo. Le curó y le hizo más fuerte, pero también le perjudicó de alguna manera…

-Efectos secundarios –apunté.

-Es una forma curiosa de decirlo, pero bueno… ¿Tiene sentido?

Yo hubiera deseado que lo tuviera. Pero seguía pareciéndome una historia tan fantástica como la cobertura mediática de los conflictos de Siria, Ucrania y Venezuela, esa revolución de ricos.

-No lo sé –capitulé-. No lo sé. Me cuesta trabajo creer algo así. Parece un argumento de novela cortés.

Ella se levantó.

-Tu desconfianza ha nublado tu juicio –sentenció-. Tan negativo es creer en todo como dudarlo todo.

-Es bueno dudar –me opuse-. Y sano.

-Dudar quizá sí –continuó ella- pero no negarlo todo hasta la exasperación. Medita bien tu decisión, si debes confiar en lo que se dictan tus sentimientos o la razón.

-Todo sale del mismo cerebro –me quejé.

-Tú sabes a lo que me refiero –acabó-. Voy a ver qué hace Guifré. Nos vemos en la cena.

Y sí: mi razón me dictaba que me alejara lo más posible de aquel hombre, o al menos que investigara para poder denunciarle; pero había algo más. Nunca he creído que la disyuntiva estuviera entre algo tan manido y poco exacto como los sentimientos o el corazón. Se trataba de confiar en el razonamiento deductivo o bien en la intuición, que no era más que una sabiduría solo aparentemente infusa, y formada en realidad por pequeñas deducciones tan profundas y rápidas que el cerebro no podía seguir su proceso, pero que habían dejado en él su huella. Y que en aquel momento proclamaban a voz en grito que mi viejo amigo era inocente. ¿Debería, entonces, creer en él sin pruebas fehacientes, con la fe exigida por Dios? Pues vaya panorama: si el imaginario ser divino no había conseguido convencerme de su existencia, menos iba a persuadirme de cualquier otra cosa un hombre mortal.

En estos pensamientos, ascendí hacia a Sala Capitular, acondicionada ahora para el banquete. Los antiguos esclavos de aquellos usurpadores iban de un lado al otro con jarras y bandejas: ahora estaban limpios, bien vestidos, con aspecto de haber comido bien y expresión relativamente alegre. Averiguaría si se les daba una buena paga, pero el respeto con que les trataban aquellos nobles no me desagradó; por lo menos no les acusaban de provocar con su pobreza, como Montoro. Entré en la estancia con algo de timidez, pero enseguida Guillaume me vio y me saludó con alborozo.

-Eowyn, te retrasas como siempre. Anda, ocupa tu sitio, te esperábamos.

Me señaló un lugar en  la mesa, en el extremo opuesto al suyo y al sector antiEowyn, que le rodeaba (estaba claro la decisión sobre los lugares que íbamos a ocupar no habían sido dejada al azar), frente a Isabel, que naturalmente tenía a Guifré a su lado. Frey Pere estaba a mi derecha, a la suya el comendador de Corbera, y más allá otros caballeros. A mi izquierda, en la otra cabecera de la mesa, presidía mi viejo compañero y en cuanto le vi hube de fijarme en un detalle curioso que más tarde se me representaría como inquietante: al igual que el resto de los prisioneros, se había bañado y arreglado pero, mientras que los otros estaban de nuevo rapados, él seguía manteniendo las mismas greñas de la mazmorra. Por su parte, el visitador general parecía exultante: hablaba, reía y bebía sin parar, y su mirada iba de uno a otro de nosotros como si no pudiera reprimir su júbilo. En un momento dado, dio unos golpes en la mesa con su jarra y se levantó, dispuesto a hacer una comunicación importante, con un ligero autobombo que me pareció completamente innecesario.

-Buenos hermanos y amigos –comenzó-. Después de muchos meses de vicisitudes y de la pérdida de muchos valientes caballeros que estarán para siempre en nuestros corazones, hoy tenemos muchos motivos para celebrar. Nuestro Señor y su Santa Madre nos han dado la victoria…

-Ahora dirá que hay que ponerle una condecoración al mérito militar a la Virgen por su contribución –le susurré a mi amigo por puro hábito, mientras veía cómo una sonrisa asomaba a sus labios: qué remedio me quedaba, era el único que entendía mis bromas acerca del futuro. Guillaume continuaba.

-… y también nos han enseñado una valiosa, aunque dura, lección –el sonido de su voz se llenó de ecos sombríos. Tras una pausa, continuó-. En estos días la soberbia que habíamos ido acumulando después de tantas décadas de orden triunfante ha sufrido un golpe terrible: algunos, y me cuento entre ellos, no había querido aceptar nuestra decadencia. Pero ahora sabemos lo que somos y en punto que estamos: escasos, impopulares, y abandonados a nuestra suerte por los grandes señores, aquellos que menos de cincuenta años atrás nos entregaban gustosos su vida y su hacienda, por el honor que les suponía pertenecer a una Orden tan santa. Algo así debería obligarnos a reflexionar. Algunos ya lo hemos hecho.

Aquel discurso, que parecía haber comenzado como una bravata de borracho, estaba comenzando a presentar rasgos interesantes. Ojalá todas las organizaciones cuando traicionan sus principios fundacionales, como cuando los sindicatos firman con los empresarios sin mencionar luchas como la de Cocacola y Panrico y alaban a los padres de la supuesta Transición modélica cuando se mueren, fueran capaces de realizar tales autocríticas posteriores.

-Vosotros, valerosos comendadores y caballeros de las Tierras del Ebro, seréis los primeros en saberlo: pronto todas las encomiendas recibirán una circular donde se avisarán de la nueva orientación que ha de seguir la Orden, para aprobar la cual se celebrará próximamente un Capítulo General: una orientación más acorde con nuestros principios originales, más humilde. Una orientación que haga real, y no solo nominal, nuestro compromiso con los más desfavorecidos por la Fortuna. A partir de ahora, muchas cosas cambiarán para nosotros. Y el propósito es que todas y cada una de ellas sean buenas para nuestras almas y para el mundo que nos rodea.

Se hizo un silencio: todos los comensales se estaban preguntando en qué consistirían las nuevas directrices, en qué cambiarían sus vidas y la de la Orden y, sobre todo, qué porcentaje de sinceridad y de política existía en las palabras de Guillaume. Por mi parte, a mí aquello me sonaba demasiado a campaña electoral, cada vez menos convincente, del PP en Valencia. ¿O tal vez se podía equiparar a una PAH triunfante en sus luchas contras los bancos? Últimamente no sabía en quién podía confiar, y menos en mí misma; miré interrogativa a mi viejo compañero, y él asintió con la cabeza. Aquello me tranquilizó, o me inquietó más. Pero el visitador no había acabado todavía.

-Pero ahora ha llegado el momento de noticias más mundanas e igual de alegres. Todos conocéis a Guifré, el hermano compatriota vuestro que desde hace unos meses forma parte de mi mesnada, cedido de forma temporal por su encomienda. El servicio que ha realizado en una difícil misión ha sido inmejorable, y ha conseguido granjearse el afecto de mis compañeros más antiguos –estos asintieron, aparentemente con sinceridad. Claro. Guifré, al ser hombre, no suponía ninguna competencia. Yo, la guerrera advenediza, que debería en lugar de estar allí largarse a su pueblo, ponerse faldas y dedicarse a cocinar, coser y parir, sí-. También tengo que mencionar a la dama Isabel, una joven dama tan hermosa como inteligente que asimismo ha significado una pieza clave para mi misión –al menos me gustó que reconociera a mi amiga: le guiñé un ojo-. Pues bien, a partir de ahora Isabel y Guifré dejarán de trabajar a mis órdenes y para el Temple, con lo que su puesto será ocupado por mi anterior compañera, Eowyn, a la que estoy segura que todos apreciáis tanto como a ellos.

Esperé escuchar abucheos. Pero los comensales se limitaron a golpear la mesa con sus copas en señal de aprobación entusiasta. Qué diplomáticos, pensé. Qué hipócritas, mejor dicho (más similitudes con Gallardón, seguro que ellos tampoco indultarían, de boquilla, a corruptos): estaba convencida de que no había ninguno de ellos que no me ardiera en deseos de asesinarme, probablemente con fundadas razones… Por cierto, ¿cómo estaba Guillaume tan seguro de que iba a volver a trabajar con él? La expresión de mi amigo, por su parte, era, extrañamente, de preocupación, mientras que Frey Pere sonreía por debajo de la barba.

-La razón de que Isabel y Guifré abandonen esta misión tiene una explicación. Guifré ha solicitado que se le exima de su juramento de pertenencia a la orden. No es que desee buscar la paz en otra más convencional y, tal vez, también más estricta; nuestro buen hermano ha decidió ingresar en otro compromiso más secular, pero igualmente valorable, en un amor que no es el de Dios pero que está incluido dentro de él. Guifré desea casarse y formar una familia. Con Isabel.

Tuve la mala suerte de estar bebiendo mientras Guillaume pronunciaba esas palabras (bueno, en realidad era lo que llevaba haciendo desde el inicio de la cena, porque el apetito lo había perdido con los últimos contratiempos, pero la sed la tenía aumentada); obviamente, me atraganté, y a punto estuve de renovar el bautismo de los que tenía alrededor con vino esta vez en lugar de agua. Miré interrogativa a Isabel y a Guifré, que me hicieron un signo de que ya me lo explicarían más adelante.

-Como sabéis, nuestras reglas no contemplan el abandono de la Orden por matrimonio –aclaró Guillaume-, pero, como antes manifesté, estamos entrando en nuevos tiempos donde quizá muchas leyes que han sido válidas hasta ahora deberán cambiarse o adaptarse. Con todo esto, unido al inigualable desempeño de nuestro hermano Guifré, creo que puedo hablar en nombre del Gran Maestre –guió un ojo a los asistentes- para decir que la dispensa ha sido concedida.

Mi amigo se levantó con tranquilidad de su asiento.

-Se trata de algo tan inusual que deberá ser aprobado en el Capítulo General que ha mencionado el hermano Guillaume –explicó-, pero creemos que Guifré puede ir en paz con su prometida a partir de mañana, si es que Frey Pere, su comendador, no tiene inconveniente –este asintió con la cabeza, bienhumorado.

El júbilo se generalizó en la mesa. Yo, por mi parte, gruñía.

-Parece que nadie tiene en cuenta las implicaciones prácticas de este hecho –me lamenté.

-¿A qué te refieres? –preguntó Isabel.

-¿De qué vais a vivir? Tu herrería no dará para los dos. Aparte de que no me imagino a un noble como Guillaume ensuciándose las manos con un trabajo de plebeyos.

-No tendría inconveniente en ello –argumentó este-. Pero en realidad Guillem de Montcada me ha ofrecido un puesto entre sus hombres. Así también podrá controlar las futuras incursiones de los Entença y no tendré que dejar el oficio de las armas, que es para lo que me preparado toda la vida.

-Y obligarás a Isabel a dejar su casa definitivamente…

-¡Eowyn, no te preocupes tanto por mí! –dijo ella, estrechándome las manos-. Me gustan estas tierras, seré feliz aquí. Y puedo establecerme en cualquier lado. El señor Guillem seguro que me ayudará.

Qué ingenua: por muy agradable que pareciera Guillem de Montcada, no dejaba de pertenecer a la elite. Y esos solo rescatan bancos o autopistas, o sus equivalentes medievales. Pero los dos hombres que tenía a ambos lados me miraban expectantes, y comprendí lo importante que era mi aprobación para Isabel. Me rendí.

-Sea, pues, si va a ser para bien de todos. Pero, Guifré, ten cuidado con los Montcada: no me gustaría que te utilizaran, por proceder de la Orden, como carne de cañón en sus intermitentes rivalidades con los Entença –temía que a Guillem solo le interesara el cadáver de un templario para dejar constancia ante el rey de la maldad de sus enemigos, como si fuera un antidisturbios abandonado por el régimen en una manifestación. Me dirigí a Isabel-. Y si a este se le ocurre tratarte mal, solo tienes que avisarme -ambos se levantaron y me abrazaron: tengo que reconocer que aquella fue hasta entonces la ocasión que más cerca he estado en mi vida de abrir el grifo.

Pero en breve vendrían ocasiones más propicias para hacerlo. Y por razones menos alegres (sigue).


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