Revista Opinión

Alto es el precio de combatir las injusticias… pero no tanto como el de la luz (VI)

Publicado el 13 mayo 2014 por Eowyndecamelot

(viene de) Era el momento ideal para la autocompasión y la culpabilidad (algunos tenemos la mala costumbre de contar con escrúpulos de conciencia; a veces me gustaría ser como los dirigentes de grandes empresas capaces de repartirse pingües beneficios mientras condenan a la miseria a decenas de miles de trabajadores). O para preguntar al mundo con una ingenuidad rayando en la estulticia: “¿He sido yo?”, en el mejor estilo de Steve Urkel. Pero ya habría (lamentablemente)  tiempo para aquel y para muchos otros sentimientos negativos más adelante: y en aquel instante se imponía organizarse y ser práctica, que no pragmática.

-Tienes que irte. Ya. Ahora –dije a mi amigo, que asimismo se esforzaba en recuperarse de la sorpresa.

-Por la ventana –añadió Guillaume-. Y no pierdas ni un segundo.

Pero al interpelado, en lugar de obedecer nuestras razonables demandas, no se le ocurrió otra cosa que dar un paso atrás y desenvainar la espada, tan inútilmente como si fuera uno de los escasos jueces honestos que intentan condenar a políticos corruptos o abrir fosas en el postfranquismo español.

-¿Queréis que huya como una rata? ¿Que escape por la ventana como un ladrón? No voy a dejar que nadie dude de mi honor ni del de Eowyn. El que se atreva a insinuar algo, probará el filo de mi acero.

Suspirando con resignación, yo intervine.

-A ver: todo eso me parece muy bonito, muy heroico, y esas cosas, pero dada la situación en que nos encontramos me parece que existen muy pocos argumentos que podamos esgrimir para defender tu inocencia; y en cuanto a mi honor, siento mucho comunicarte que me queda menos de ello que credibilidad a la economía del ladrillo y de la obra pública de la España postfranquista. Claro que siempre puedo decir aquello de No es lo que parece, pero me temo que no va a colar.

Guillaume, que parecía haber aparcado temporalmente su cólera, alzó levemente las manos y asintió en mi dirección. Su compañero de orden nos miró alternativamente y dijo a regañadientes.

-Aborrezco reconocerlo, pero tenéis razón.

-No perdamos más tiempo, entonces –continuó el Visitador-. Desde el camino de ronda puedes descolgarte fácilmente hacia la pequeña terraza y, una vez allí, lanzarte en dirección a las caballerizas. Gonzalo y los demás te esperan allí con tu caballo preparado y para cubrir tu huida, y me imagino que el patio de armas estará despejado por algunos momentos pues todos los demás han de estar viniendo hacia aquí.

Nada más se podía objetar. Mi amigo se volvió hacia mí.

-Adiós entonces, Eowyn. Lo dicho.

Desapareció tras lanzarme una  elocuente mirada. Guillaume soltó una carcajada sardónica.

-Realmente conmovedor. Anda, vístete. Pronto tendremos visita. Y a ver cómo escapamos de esta.

Ni siquiera de aquello tuve tiempo. Una multitud, compuesta de caballeros y comendadores en diferentes fases de su arreglo matutino, entró en tromba por la puerta de la habitación sin molestarse en llamar, cual tropa de guardias civiles persiguiendo a inmigrantes en la valla de Melilla con el loable objetivo de matarles a pelotazos en lugar de por exclusión de la Sanidad. Obviamente, Esquieu encabezaba la marcha: vi como su rostro se demudó al recorrer la habitación con la mirada y constatar que, si exceptuábamos a Guillaume, yo me encontraba completamente sola.

-¿Dónde está? –aulló-. ¡Dímelo ahora mismo, mala pécora! Desde la primera vez que te vi con esa traje de mujerzuela supe que traerías problemas.

Al final conseguirían que me lo creyera. Qué manera de bajarle la autoestima a una, por Dios; claro que la verdadera bondad estriba en rescatar los bancos por enésima vez con el dinero de todos y sin pedir nada a cambio, y eso debe de significar que soy merecedora de los peores tormentos infernales. Pero no me inmuté.

-¿Alguien tendría la amabilidad de explicarme qué está sucediendo? Primero irrumpe Guillaume en mi habitación, y luego le seguís vosotros. Me decís cosas ininteligibles y encima me acribilláis a insultos. Decidme, ¿qué os he hecho yo? ¿Y qué andáis buscando? ¿Es que no tenéis hoy ninguna oración a la que asistir y habéis decidido divertiros a mi costa?

Guillaume enarcó una ceja, asombrado de la rapidez de mi respuesta. Ningún mérito representaba aquello: solo era la costumbre. En demasiados líos me había metido a lo largo de mi vida como para no haber aprendido a salir de ellos de la mejor manera posible.

-¡Le buscamos a él! –el alarido agudo desafinado de Esquieu me recordó al Aznar de los mejores  tiempos-. ¿Dónde le has escondido? –comenzó a mirar en los arcones, dentro de la chimenea, tras los asientos y bajo la cama. Cuando se disponía a levantar las ropas que me cubrían, le detuve:

-¡Alto ahí! Joder, no pierdes ninguna oportunidad, tú. Si estás buscando al poseedor original de esta alcoba, te diré que se marchó ayer por la noche. No me preguntes dónde porque no tengo la más mínima idea ni me importa. Es por eso por lo que estoy aquí, porque me cedió la habitación.

-¡Eso es mentira! –bramó el sargento-. ¡Su caballo aún está en el establo!

-¿Y a mí que me explicas? –me encogí de hombros-. Habrá cogido otro. Todos son de la Orden, ¿no es cierto? Y, de hecho por su alto cargo, creo que le toca una buena reata. O tal vez estará rezando en la capilla. O quizá solo quiso ser amable conmigo para que descansara mejor y ha ido a pasar la noche con alguno de sus hombres. Y ahora, ¿podría seguir durmiendo, por favor?

Aparentaba yo tanta tranquilidad que Esquieu pareció completamente desarmado. Hasta el sector antiEowyn, los caballeros de Guillaume, empezaban a mirarme con mejores ojos. Pero. Justamente cuando comenzaba a esbozar su hipócrita sonrisa, más falsa que el Fondo Social de Viviendas del PP,  un gritó desde fuera alertó al sargento. Se acercó a la ventana, pero esta daba al exterior y no tenía vista sobre el patio de armas. De todas maneras, se mostró triunfante.

-Creo que Gerard le ha encontrado. ¡Vamos! –todos le siguieron,  menos Frey Pere y el comendador de Corbera. El primero nos miró alternativamente a Guillaume y a mí.

-¿Podéis decirme que significa todo esto?

De pronto, el cielo se abrió en mi cerebro.

-Pues ni más menos que sé perfectamente quién es el traidor que buscábamos –corrí las cortinas de la cama para ponerme alguna ropa rápidamente. Solo tardé un segundo y acto seguido me precipité fuera de la habitación, seguida por los tres-, y que, probablemente sea el mismo al que persigue Guillaume, el famoso espía de Felipe de Francia que pretendía desestabilizar la orden para que nuestros vecinos al Norte pudieran apoderarse de ella –sí, amigos y amigas del siglo XXI: los casos como los de Cuba, Venezuela, y Ucrania, donde las potencias recurren a la violencia y al fascismo para imponerse en un territorio, no las habéis inventado vosotros-. He sido una estúpida por no haberlo adivinado antes, cualquier otra opción era imposible. Ninguno de los Entença se había movido del salón de banquetes, pues todos estaban bastante enteros cuando los vi en el patio de armas, y el personaje que salió a abrir la puerta para que entraran los refuerzos que debían de habernos encerrarnos entre dos fuegos hubiera tenido que estar algo maltrecho, pues le aticé con ganas. Es cierto que pudo haber sido alguno de los prisioneros que no era tan prisionero, pero ninguno de ellos conservaría esa agilidad después de meses de inmovilidad, pues el infiltrado tendría que hacer en lo que pudiera la misma vida que sus compañeros para evitar las sospechas. Entonces, sólo podía tratarse de dos personas: o bien Guillaume, al que ya habían supuestamente atrapado y golpeado los Entença, por lo que parecía algo lastimado cuando le vi –noté la mirada indignada que me dirigió el bretón-… o bien, es evidente… Esquieu, que si es así lleva tiempo buscando la oportunidad de desacreditar al Grupo de los Ocho y a sus partidarios, y justamente hoy la ha encontrado.

Bajábamos a toda prisa la escalera de la torre. Yo estaba perdiendo el resuello, pero me vi obligada a seguir hablando, dadas las impacientes (aunque casi agónicas por culpa de la desenfrenada carrera: no en vano los dos comendadores tenían ya sus añitos) exclamaciones de mis acompañantes.

-Los demás son en general hombres altos y fuertes, o por lo menos de mediana estatura y buena constitución. Esquieu, sin embargo, es pequeño y delgado, como el hombre al que impedí que abriera la puerta. Había olvidado ese detalle, tenía demasiadas cosas en qué pensar, pero ahora recuerdo perfectamente cómo, a pesar de la oscuridad y las ropas amplias que lo envolvían y no me dejaban apreciar su figura, se escabullía de mis ataques e intentaba emplear mi escasa fuerza contra mí misma, la misma táctica de lucha que yo utilizo; era además, el único que estuvo ausente cuando se produjo la batalla, gracias a su sospechosa e inoportuna diarrea. Claro, a nadie se le ocurrió pensar mal de él, con su actitud servicial y valiente, o al menos esa imagen ofrecía, y aparte de la repulsión que producía su forma de mirar a las mujeres no suscitaba otros motivos para la sospecha… Guillaume, me dijiste que todas tus investigaciones te llevaban a Gardeny, ¿no es cierto? Todos los datos han tomado forma en mi mente en el momento en que Esquieu mencionó “el traje de mujerzuela” que  supuestamente yo llevaba la primera vez que me vio. Pero la última ocasión en que llevé un traje que se podría calificar así, porque era femenino, fue justamente en el castillo de Lleida: es cierto que no le vi, pero pudo estar allí, confundido entre los otros sargentos, antes de trasladarse a su actual encomienda: seguro que los hermanos de Gardeny que fueron enviado a auxiliarnos lo confirmarán. Probablemente fue él también quien me disparó desde las almenas, con toda seguridad por mandato de Blanca, y tal vez se trataba asimismo del hombre pequeño enmascarado que, con ayuda de su compañero, me hirió cerca de vuestros dominios, Frey Pere… Guillaume, siempre pensé que aquel ataque no tenía que ver con la política sino con tu… con la… ejem… vida personal, pero ahora creo que probablemente Esquieu, o tal vez Gerard, lograron espiar alguna de las reuniones del Grupo de los Ocho, tal como tú temías. Caballeros, me temo que a nuestro amigo no le va a ser fácil escapar, este plan no está en absoluto improvisado. Rápido, tenemos que llegar a tiempo.

Salíamos ya al patio de armas, mientras yo recordaba las palabras de Blanca en contra de los templarios, por culpa de lo que le habían hecho a su padre. Cierto era que habían sido capaces de granjearse numerosos enemigos en su trayectoria, pero parecía que no estuviera permitido llorar a nadie más que a los damnificados por sus acciones poco afortunadas, casi siempre nobles (al igual que a las peperas explotadoras asesinadas por gente de su partido, a riesgo de ser considerado incitador o terrorista), mientras que ningún poderoso derramaba una sola lágrima por los muertos por hambre, desatención sanitaria, desahucios, por los que eligen dar de comer a su familia en lugar de comprar medicamentos, o por las infancias, ilusiones, y esperanzas segadas de raíz, que a veces son más preciosas que la vida (sé que estoy mezclando épocas, pero vosotros entendéis lo que quiero decir). Las puertas de acceso al recinto estaban abiertas, y en medio de ellos dos hombres se batían en mitad de un entrechocar de armas terrorífico, bajo la mirada atónita y desorientada del cuerpo de guardia, de algunos sirvientes y de varios hermanos, que no sabían qué partido tomar: Esquieu y Guifré alternaban ataques y defensas, llaves y patadas, con un furia que no había visto ni en las peleas de ambos contra los Entença. Isabel, por su parte, se debatía aprisionada por los brazos de Gonzalo, y Richard, Arthur y Manfredo peleaban en confuso montón con cinco o seis caballeros de Corbera, que debían de estar esperando que algún fondo buitre les premiara con viviendas baratas al hostigar así a los suyos: ni que estuvieran haciendo de maderos en un desahucio. Guillaume se adelantó en un sprint final, seguido por mí, y los increpó.

-¡Alto! ¿Queréis decirme a qué se debe eso? –sacó su espada para intervenir entre los contendientes, pero Gonzalo le gritó.

-¡Déjalos, Guillaume! –una de sus manos hurgaba en su cinturón, y en un segundo vi cómo su daga amenaza el cuello de Isabel. Yo no pude reprimir un grito e iba ya a lanzarme hacia él en plan ariete (no llevaba espada, naturalmente: entre mis propósitos de la noche pasada, cuando salí de mi habitación, no se contaba liarme a repartir tajos con nadie), pero el visitador me lo impidió con un gesto de la mano y una mirada de prevención, dirigiéndose hasta el que hasta aquel preciso momento había actuado como su amigo.

-Gonzalo, ¿se puede saber qué te sucede? –le espetó Guillaume.

-Si no dejas a Isabel te prometo que lo pagarás caro, anormal –coreé yo tan asustada por mi amiga como colérica.

Pero Gonzalo parecía imperturbable, ni siquiera desafiante, como un hatajo de peperos mintiendo sobre la recuperación económica y el descenso del desempleo en la España de 2014.

-Es Guifré quien lo pagará caro si no se detiene –dijo, por el contrario.

Inmediatamente, el aludido dejó de atacar a Esquieu (que esbozó una sonrisa de satisfacción tan rastrera como la de una babosa) y, templando de miedo por su amante, se mantuvo en guardia.

-Bien, ya está –remarcó -. Ahora suéltala de una vez.

-Haz lo que te dice –insistió el visitador por su parte-. Gonzalo, no entiendo tu actitud.

Un leve gesto de pesar por parte del sevillano.

-Lo siento, Guillaume. Y a ti también te lo digo, Guifré. No voy a estar a las órdenes de ningún hermano traidor, perverso y lujurioso, por muy importante que sea su figura para la Orden… –era curioso como todo el mundo se permite juzgar a los mejores por pequeñas faltas, mientras que los corruptos son defendidos hasta la extenuación, por sus cómplices, claro; a Manel Prat, director de los Mossos d’Esquadra, ni siquiera se le apuntaría en su currículum de complicidad en asesinatos de Estadouna falta como la que acababa de cometer mi amigo -. Esquieu y yo vamos a ir en su búsqueda y lo encontraremos: nuestros caballos son más rápidos que el suyo. Lo llevaremos al maestre de la provincia y esperaremos a que convoque un Capítulo General que decida su suerte. Es lo que tengo que hacer y lo haré, aunque intentéis impedírmelo. Así que bajad las espadas o ella lo pagará.

Frey Pere y el comendador de Corbera, perdiendo la respiración, llegaban en ese momento a nuestra altura.

-Es razonable lo que dices, Gonzalo –la voz del viejo comandante surgió de su garganta con dignidad, a pesar de la fatiga-. Deja libre a esa muchacha: creemos firmemente en la inocencia de nuestro hermano, pero no hemos de ser nosotros sino el Capítulo quien deberá decidir.

Yo miré a Frey Pere y quise decir algo, pero logré interrumpirme a tiempo. Miraba a mi alrededor con desesperación en busca de alguna posibilidad, por diminuta que fuera, de salvar la situación. Guillaume inclinó la cabeza e hizo descender la espada. Después de volver los ojos hacia él, Guifré hizo lo mismo.

-Gracias, buenos señores –Gonzalo iba a soltar a Isabel, pero Esquieu la cogió del brazo. Guifré y Guillaume se pusieron de nuevo en guardia: yo no había dejado de estarlo.

-Estáis haciendo lo correcto –le apoyó el despreciable Esquieu-. Pero nos llevaremos a la mujer con nosotros. Vuestra lealtad con el traidor es tan grande que temo que nos persigáis –Gerard salió entonces de las caballerizas, con tres caballos de las riendas-. Sin embargo, estoy seguro de que pronto la verdad se impondrá.

Sentí que había llegado mi oportunidad. Esquieu podría ser un esbirro despiadado, fanático o ambicioso, pero no era tan inteligente como se creía.

-O sea que piensas que él es el traidor –me adelanté un paso, aparentando tranquilidad.

-¡Muchacha, sólo me baso en lo que le dijiste a Isabel! –respondió. Maldito espía-. Hasta Gonzalo ha entendido que si tú desconfiaste de él, era porque deberías de tener fundadas razones. Aunque al final veo –me miró de arriba abajo, casi babeando- que te has unido a su juego. Por cierto, me gusta la manera en que habéis sellado el pacto.

Yo continué, impertérrita.

-Todo eso estaría muy bien y podría ser hasta lógico. Si no fuera porque esta mañana uno de los sirvientes del castillo nos contó que la noche de la batalla, en lugar de estar en las letrina, el lugar donde declaraste hallarte y el que más le correspondería a un ser vil y repugnante como tú, te vio en un rincón doliéndote de la paliza que te había propinado yo cuando intentaste abrir la puerta.

Todo sucedió muy rápido, entonces: Esquieu, tragándose mi farol y afectada su seguridad en sí mismo, vaciló un segundo, el suficiente para que Gonzalo, en un rápido recobramiento de la cordura, atrajera hacia sí a la ya dispuesta Isabel, interponiéndose entre ella y Esquieu, Guifré, de nuevo espada en ristre, le atacara, secundado por Guillaume, el sector antiEowyn renovara su lucha con los corberenses (que al parecer aún no habían creído mi aseveración sobre la verdadera personalidad de Esquieu) con la ayuda de Frey Pere y su jefe, y yo me lanzara de cabeza, como si fuera la bola de una bolera, directamente al estómago de Gerard. Le derribé, repté sobre él, le solté un directo a la mandíbula y le arrebaté la espada, antes de alejarme sin olvidar una buena patada en los riñones como despedida (¡asqueroso soplón! ¡Y yo que había pensado que se sentía cercano a Isabel ya su tristeza…! Solo se aprovechó de ella. Era como tantos otros traidores que venden a su pueblo para halagar a la iglesia y pagarle favores prestados, e iba a sentir mi ira por todos ellos, claro que sí). Pero lo que vi cuando me volví hacia el resto de los combatientes me heló la sangre.

Isabel estaba ahora a salvo, alejada de la lucha, y Gonzalo, tras dejarla, avanzaba para unirse a Guifré y Guillaume, que no se bastaban para detener al hábil y escurridizo Esquieu. Pero con tal mal fortuna que, al sacar su espada para amenazarle, Guifré se interpuso en su camino. Vi como el amante de Isabel caía, atravesado por el arma de su compañero como un trágico daño colateral, al mismo tiempo que sonaba el grito desgarrador de mi amiga.

La reyerta se interrumpió como si hubiera caído un meteorito en su centro. Gonzalo, horrorizado por la magnitud de las consecuencias del accidente, dio un paso atrás y dejó caer la espada, llevándose las manos al rostro. Guillaume, que después de este era quien estaba más cerca, corrió hacia el caído y le cogió en sus brazos, en medio de un charco de sangre, para acto seguido pasear una mirada por los presentes, moviendo negativamente la cabeza. Se levantó a tiempo de evitar que Isabel se abalanzara sobre el cadáver.

-Ya no puedes hacer nada, Isabel –dijo, abrazándola.

Yo me había derrumbado en el suelo, de rodillas. El peso de la culpa era como una avalancha de nieve, pesada, fría, que me ahogaba. No podía evitar que pensar que todo lo que había sucedido era fruto de una decisión que yo había tomado y que, aunque cada uno es el amo de su conciencia, había ocasionado una serie de actos censurables que habían puesto en peligro todo aquello por lo que yo había contribuido a luchar, y que creía justo a pesar de todo, y encima se había llevado por delante la vida de un amigo querido y hundido la vida de otra. Pero una exclamación de Frey Pere interrumpió mis pensamientos.

-¡Huyen!

En efecto. Esquieu, olvidado por todos, había conseguido, al parecer, ayudar al descalabrado Gerard y marcharse a toda velocidad: vi los dos caballos perderse en la lejanía. El viejo comendador miró a Guillaume con intención.

-Richard, Arthur, ¡adelante! No dejéis que se escapen –los dos ingleses marcharon a por sus caballos. Yo, por fin, me levanté e increpé a los corberenses.

-¡Malditos seáis para siempre! ¿Por qué creíste a este traidor? ¿Por qué decidisteis luchar contra vuestros propios hermanos para hacer su voluntad? ¡Toda la culpa es vuestra! –me escuchaba cabizbajos y contritos; seres como ellos sí que merecían el calificativo de inútiles y ni-nis, como prácticamente todos los nobles, y no los trabajadores insultados por Mónica Oriol, abocados a ser en cualquier momento uno de los cuatro millones de parados sin prestación de 2014. Después me volví hasta el destrozado sevillano y le azucé sin piedad— y tú, Gonzalo, ¿te sientes orgulloso? Tu amigo está muerto gracias a tu estupidez, ¡imbécil de mierda!

Naturalmente, yo no creía en realidad en mis palabras. Pero el dolor y la rabia me hacían desear buscar responsables, como si aquello pudiera devolvernos a Guifré; y la principal responsable que había encontrado, aunque no lo dijera, era yo misma. Pero Isabel, sostenida por Guillaume, que intentaba evitarle el espectáculo del estómago abierto de Guifré, era de mí misma y oculta opinión y me lanzó con una rabia sorda:

-No, Eowyn. La culpable eres tú. Tú has ocasionado este baile de sangre. No me importa quién es el traidor o quién no: después de todo, eso algo que solamente os debería de importar a vosotros. Pero tus embrollos con unos y con los otros hicieron que yo y Guifré tuviéramos que tomar tu lugar. Y hoy has acabado de destruirlo todo, seduciendo un hombre que había tomado los votos y matando a Guifré como si tú misma hubieras empuñado la espada.

Guillaume la interrumpió.

-Isabel, todos entendemos tu dolor pero no estás siendo justa. Además, Eowyn es inocente. Todo ha sido una argucia de Esquieu –ella soltó una carcajada amarga.

-¿Inocente? No lo creo. ¡La conozco! Es capaz de todo –olvidaba que aquello de lo que me acusaba lo había perpetrado ella en innumerables ocasiones; y nunca pensó que estuviera forzando la voluntad de nadie. Y también, que fueron mis ‘embrollos’ los que la permitieron conocer a Guifré. Pero, la verdad, yo también había olvidado aquello. No tenía fuerzas para defenderme.

-Isabel… -ahora era Frey Pere quien hablaba.

-Dejadme en paz. Me marcho. No tratéis de impedirlo. Enviaré a alguien a por mis cosas, y os aseguro que volveréis a saber de mí.

Se giró, con revuelo de faldas, y subió ágilmente al último de los caballos que había preparado Gerard. Yo la vi alejarse y me derrumbé de nuevo en el polvo: había pagado un precio demasiado alto por ser fiel a mí misma, por luchar en el bando que quería correcto y por las personas que valían la pena. Aparte de que, como siempre, lo había hecho todo al revés. Y ahora no podía soportarlo.

-Vamos –mandó Frey Pere-. Llevad a este infortunado adentro y preparadlo para un entierro lleno de honores. Y los que habéis sido meros espectadores de este drama cuando podíais haberlo evitado, tendréis que dar explicaciones a vuestro comendador acerca de vuestra pasividad y vuestra indecisión –como los votantes en blanco o los que se abstienen en las Elecciones, gracias a ellos había ganado el sistema. El comendador de Corbera asintió-. Y vosotros –miró a los que habían elegido el bando equivocado- lo haréis también, por vuestra falta de criterio –estos eran los que votan al PP alegando falta de alternativas y la falsa imposibilidad del gobierno de turno de reaccionar frente a las imposiciones supranacionales.

Los alicaídos sirvientes, escuderos y caballeros se apresuraron a hacer lo que se les mandaba. Manfredo y Guillaume se acercaban a mí y a Gonzalo. A un gesto del segundo, el primero rodeó con sus brazos los hombros del destrozado sevillano, y lo condujo adentro.

-Venga, Eowyn. Entremos. Aquí ya no puedes hacer nada –me susurró Guillaume.

-No –contesté yo-. No voy a moverme de aquí. No lo haré hasta que me muera.

-No seas infantil –me dijo con dulzura-. Lamento todo lo que te dije antes: estaba demasiado nervioso y contrariado para ser objetivo.

Le miré de reojo.

-¿Ya no soy la culpable universal, entonces, el prototipo de la maldad femenina? ¿Ya no me odias? ¿O solo me estás indultando como si fuera un torturador franquista?

-Nunca te he odiado –respondió-. No has hecho nada malo, diga lo que diga cualquiera, incluso yo mismo. Te has limitado a vivir.

Meneé la cabeza.

-No voy a superar esto nunca, Guillaume. Ha sido un golpe demasiado duro. Me siento tan muerta por dentro como el pobre Guifré. He perdido demasiadas cosas hoy. Tiro la toalla. No puedo con la culpa. No puedo con esta soledad abrumadora que yo misma me he forjado.

-Pero vas a tener que hacerlo –su voz seguía fluyendo meliflua-. Tenemos trabajo.

Levanté el rostro hacia él.

-Me temo que esto solamente acaba de empezar –me advirtió.

Fin (de momento)


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