Revista Opinión

Con Jaume II vivíamos mejor (IX)

Publicado el 07 abril 2013 por Eowyndecamelot

(viene de) La sorpresa ante lo repentino de su movimiento me dejó, momentáneamente, fuera de combate: pero yo soy como Corea del Norte y siempre estoy preparada tanto para la paz como para la guerra, aunque sea a base de mostrar arsenales nucleares de los que la doble moral vigente me considerará, sin duda, la única poseedora, la instigadora suprema de todos los conflictos. Así que enseguida me repuse y pude, con un movimiento rápido, escabullirme por debajo de su brazo izquierdo, hacerle volverse de nuevo hacia mí estirándole del mismo, y propinarle después, aprovechando el impulso, un tremendo rodillazo en el estómago que le hizo retorcerse sobre sí mismo mientras profería sonoros ayes de dolor.

-Pero ¿se puede saber qué demonios te pasa, Guillaume? ¿Qué se supone que pretendes? –le grité, más estupefacta que preocupada. Él no me respondió, entre otras cosas porque estaba imposibilitado de hacerlo. De hecho, tardó un momento en recobrar el buen uso de sus facultades físicas, aunque cuando lo logró lo hizo con la celeridad de un guepardo: en dos zancadas ya había atravesado la habitación para arribar al lado de la ventana, el lugar al que yo me había retirado para mantenerme a una distancia prudencial hasta que no recobrara la cordura. Por mi parte, di otro salto y me refugié detrás de la columna de la gran cama con dosel, adonde también me siguió.

-¿Podríamos dejar de jugar al gato y al ratón un trato? –solicité con escasa amabilidad-. Esto está comenzando a aburrirme.

-No hasta que te quedes quieta y respondas a mi preguntas –él seguía persiguiéndome por la habitación y yo esquivándole, arrojando cojines, ropa de cama y todo los enseres que juzgué oportunos a mi paso. Podía haber finalizado aquella estupidez de alguna forma más expeditiva, pero no quería hacerle daño: al final, resultaba que no me había equivocado cuando le diagnostiqué estrés post traumático…

-Que yo sepa aún no me has formulado ninguna…

-¡No me has dejado! Lo primero que has hecho es atacarme.

-Ah, claro. Solo Israel y EE.UU. pueden tener arsenal nuclear. Pues bien, mira, me quedo quieta. Pero como se te ocurra ponerme la mano encima te juro que inhabilito como semental. Sabes que puedo hacerlo. Y que no dudaré.

Sin faltar a mi promesa, detuve mi loco errar y me planté, inmóvil, al lado de otra de las columnas. Él se acercó a pocos pasos, más tranquilo. Quise pensar que todo aquello no había sido más que una necesidad de quemar adrenalina por su parte.

-No son disculpas lo que quiero pedir, en realidad –sus pupilas, dilatadas, ardían tanto como el tono de sus susurros, y su respiración agitada no añadía una nota demasiado tranquilizadora al asunto-. Son más bien explicaciones –el volumen de su voz subía amenazadoramente-. Explicaciones de por qué tú y tu amigo os reísteis de mis sentimientos y me dejasteis sufriendo, llorando tu muerte.

Aquello me descolocó. Yo esperaba todo tipo de reivindicaciones derivadas de mi comportamiento en la Encomienda, más que aquella muestra de preocupación injustificada y, por lo propio, ostentosa.

-A mí no me líes –me encogí de hombros-. Hasta donde yo supe, el mensajero partió, aunque después no volviera. Pensé que no te había encontrado y por eso quería mantenerse alejado de nosotros, no fuera que aún se le reclamara la devolución de sus honorarios debido al fracaso –la expresión de su rostro demostraba que me creía menos que cualquier ciudadana o ciudadano mínimamente razonable las excusas del payaso de Feijóo sobre su compañero de juergas narcotraficante y financiador. Sin embargo, contestó:

-Entonces tú también pensaste que había muerto. Y nada hiciste al respecto.

Y ¿qué esperaba que hiciera? Llorar y tirarme de los pelos no iba revivirlo. Destilando decepción por todos sus poros, avanzó de nuevo, aunque esta vez no le rehuí: no lo encontraba peligroso; sin embargo, debo decir que la situación me resultaba todas luces muy incómoda. Dio un largo paso hacia mí y me cogió de los bordes de la camisa.

-He tenido la oportunidad de conocerte bien, condenada muchacha. Por desgracia, en trabajos como el nuestro, eso es peligroso si quieres mantenerte a salvo de perder más amigos, cuando ya has perdido demasiados. Se crean vínculos muy férreos, y no ayuda mucho si además te encuentras que tu compañero de armas es una mujer. Tú tienes este problema resuelto, porque no parece que nada ni nadie te importe demasiado.

Abrí la boca para defenderme de tamaña injusticia, y la cerré al momento: aquello no era tremendamente injusto, solo un poco. No era indultar a los asesinos y condenar a los inocentes, ni mucho menos, no era poner todos las medios para evitar la comparecencia de la imputada Infanta en el juicio de Nóos. Aparte de que aquella reputación de insensibilidad me convenía. Terriblemente: en cuanto más insensible me creyera, más se alejaría de mí. Y eso era muy bueno. Para ambos. No, no iba a permitirme que nada ni nadie me hiciera perder la concentración tan necesaria para mi trabajo y mi vida. Como ya sabéis, hacía tiempo que había elegido a la soledad como única compañera. O tal vez ella me había elegido a mí.

-Pero yo te he tomado cariño –continuó-. A él le pasó lo mismo. Su misión era reclutar personas adecuadas para nuestra causa. Se fijó en ti, no sé por qué razón, y los demás estuvieron de acuerdo: yo, ocupado en otros temas de parecida índole, no cuestioné su decisión. Pero las circunstancias hicieron que tuviera que permanecer más tiempo contigo de lo que estaba previsto, y cuando te dejó, después de aquella aventura en que ambos os cobrasteis en especies lo que os debía vuestro señor, dijo que había cambiado de opinión. Que no quería ponerte en peligro. Que habías llegado a ser para él como una hermana menor a la que sentía que debía proteger. Y no porque creyera que no te bastabas por ti misma perfectamente para cuidarte, sino por su sentimiento de culpa por haberte, de alguna manera, sentenciado a una misión llena de peligros. Pero la decisión ya estaba tomada.

Ahora sí que intenté meter algo de baza, pero él no me lo permitió.

-Entiendo que se sienta culpable, entiendo que te aprecie tanto como yo, entiendo que no entienda mi supuesta traición porque ni yo mismo comprendo cómo pudo vencerme la tentación de tal manera. Verás, yo no soy más que un segundón al cual no le sirve de nada la gloria y el linaje de su familia; quería dinero y poder propio, y pertenecer a la Orden fue la única alternativa viable que se me presentó en su momento. Pero, aunque he llegado a estar de acuerdo con sus altos fines, a veces me atenaza la frustración de que mi cargo dentro de ella, por muy importante que sea, no me permite llevar la vida que siempre he deseado vivir. Sin embargo,  no entiendo por qué ha sido tan cruel en su venganza, y más sabiendo de mi arrepentimiento y comprendiendo que, por diversas razones, es mejor que sea yo, y no él, quien custodie el objeto. Él conoce mi corazón: sabía que iba a llorarte, y aun así dejó que pensara que habías muerto.

Aquella sinceridad inesperada en Guillaume me conmovió. O al menos, me habría conmovido si yo lo hubiera permitido.

-Y entiendo que te sientas contrariada porque no conteste a tus preguntas. Pero quiero que sepas que esos secretos no me pertenecen. Por eso no puedo contestarte: esos secretos son, exclusivamente –y remarcó sus palabras- DE ÉL. Los míos los vas a conocer enseguida.

-Creo que puedo hacerme una ligera idea –pude intervenir por fin yo-. Al parecer el rey Jaume tiene una amante. Es algo muy común, aunque en el siglo XXI les haya cogido por sorpresa; parece mentira cómo un pueblo puede olvidar lo que es en esencia la monarquía tan solo después de unas cuantas décadas. Igual que quieren olvidemos a los muertos, so pena de ser procesados, a los muertos que yacen desperdigados en las cunetas y que ni tuvieron justicia ni tienen paz.  Pero, siguiendo con la historia, creo que esa amante es alguien muy importante. Y que está con nuestro amantísimo monarca por obligación e intereses, pero quien en realidad le gusta eres tú. Lo que demuestra que el criterio de la dama no está entre los más sabios, pero cada uno que lleve su cruz como bien sepa. Creo, también, que tú le has alabado el gusto, ya sea por su belleza, ya sea por su poder y sus riquezas, ya sea por ambas cosas. Y que el Rey sospecha algo y te ha hecho seguir. Tú mataste al espía que pudo introducirse en el pasadizo de la encomienda de Barcelona, y probablemente había otros dos que me siguieron a mí y fueron los causantes de mi herida… Sí, he conseguido sacárselo a Gonzalo durante la cena, sospechaba que me ocultaba algo y aún así no estoy tranquila del todo. Y no te preocupes, no voy a culparte de ello.

Guillaume parecía terriblemente contrito. Me dio la espalda y se sentó en la cama, con la cabeza apoyada en las manos, sin mirarme. Todo aquello era muy extraño: nunca podría haberme imaginado a Guillaume actuando de semejante manera, y eso que creía conocerle bien. Y tampoco entendía que yo hubiera podido inspirarle ningún sentimiento, por nimio o inocente que fuera. Se equivocaba conmigo, y no con respecto a mi insensibilidad.

Y, sin embargo, algo se me removía en el interior cuando le veía así: me temo que siempre he sido una persona excesivamente empática. Me acerqué a él.

-No hice nada de lo que tenga que culparme, Guillaume. Aunque me apena verte así: sí, a pesar de mi supuesto vacío emocional. Tienes razón, hemos perdido a demasiados amigos: yo decidí hace tiempo que tenía que dejar de pensar en ellos. Pero al menos, no perdamos la oportunidad que hoy se nos ofrece; tal vez nos ayude a sobrellevar mejor la muerte del otro, si esta es inevitable.

Levantó la cabeza hacia mí, con desconcierto y una luz de esperanza. Yo le tendí la mano; una sombra pasó por mi cerebro, la duda de si todo aquello no se trataría de alguna trampa perpetrada por Guillaume con no se sabe qué siniestros fines, pero a pesar de todo seguí adelante. Comenzaba a amanecer y ambos habíamos ignorado soberanamente la llamada a las oraciones nocturnas. Pero no pudimos ignorar lo que iba a acontecer en breve.

De repente, un ruido de mil demonios alcanzó cotas insostenibles desde el patio de armas. Cascos de caballos, de un verdadero batallón de caballos tal como me pareció, el chirrido de las ruedas de un carruaje pesado, el apresurado desatrancar del portón, entrechocar de armas… Y una voz femenina gritando como una auténtica participante de Gandía Shore que hubiera viajado en el tiempo. Guillame intentó impedirme que fuera a averiguar cuál era el motivo del jaleo, pero pronto se convenció que no podíamos mantenernos ajenos. Ocultos tras las ventanas, atisbamos el desembarco de una nutrida y pomposa comitiva, y la figura imponente de una mujer alta y vestida con lujo asiático, que impartía órdenes a diestro y siniestro y a la que el comendador, en camisa, manto y pelos de punta, parecía esforzarse en vano en explicar algo.

Guillaume retiró los ojos de la escena para posarlos en mí. Estaba pálido.

-Es ella –aseveró. (continuará)


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