Ayer, 23 de marzo, Akira Kurosawa hubiera cumplido 100 años. Y la verdad es que no le faltó mucho para llegar a una cifra tan redonda. Falleció el 6 de septiembre de 1998 en su casa de Setagaya, cerca de Tokio, a causa de un ataque al corazón.
En su vida personal hay mucho de la traumática historia de Japón en el siglo XX. Nacido en los últimos estertores del sistema feudal, hijo de un samurái de los de verdad, Kurosawa creció bajo la influencia de su padre y su hermano mayor, que le inculcaron la pasión por el cine. A pesar de que su primera vocación fue la pintura, en 1936 se metió por primera vez en el cine como ayudante de dirección de Shigeo Yagura, un director que ha caído en el olvido. En 1941 firmó sus primeras escenas (sin acreditar) en la película Caballo (Uma), y en 1943 aparecía su nombre por primera vez como director de La Leyenda del Gran Judo (Sugata Sanshirô).
Fue compañero de generación de Yasujiro Ozu y de su admirado Kenji Mizoguchi. Pero, mientras estos se centraron en el retrato del japón más tradicional y costumbrista, Kurosawa prefirió explorar nuevos horizontes y mirar a Occidente, recreando el pasado mítico japonés a través del filtro de las grandes obras de la literatura europea, desde Shakespeare a Dostoievski. Es por eso que sus películas siempre tuvieron más éxito en Europa que en su Japón natal, donde era considerado un director poco ortodoxo.
Sea como fuere, su éxito empezó a gestarse en la década de 1950, especialmente a partir de la aparición de Rashômon (1950), que se llevó el Leon de Oro en Venecia y catapultó su carrera en occidente. Después llegaron las seminales Vivir (1952), Los Siete Samuráis (1954), Trono de Sangre (1957) o Yojimbo (1961), muchas de ellas inolvidables gracias a la imponente presencia de su gran amigo Toshirô Mifune.
Los 60 fueron una época de crisis narrativa y personal, que culminó con su intento de suicidio en 1971. Por suerte, las heridas que se causó al intentar cortarse las venas no fueron mortales, y pudo recuperarse para la vida y también para el cine. Con Dersu Uzala (1975) se llevó el Oscar, y gracias a la ayuda de dos de sus más grandes admiradores (Francis Ford Coppola y George Lucas) pudo completar sus obras maestras finales Kagemusha (1980) y Ran (1985), a pesar de llevar muchos años luchando contra una ceguera que prácticamente le impedía ver pero que nunca le impidió seguir dirigiendo.
En 1990, anciano y casi ciego, subió a recoger el Oscar honorífico por el que Hollywood reconocía una de las trayectorias más importantes del cine contemporáneo. Kurosawa lo agradeció, luciendo sus gafas ahumadas en homenaje a John Ford. Fue la mejor manera que Occidente encontró de reconocer la incalculable influencia que el cine de Akira Kurosawa ha ejercido en nuestro imaginario colectivo. No existiría Star Wars sin Fortaleza Infernal, ni Por un Puñado de Dólares sin Yojimbo. Son sólo dos ejemplos, pero hay cientos, más o menos encubiertos. Ejemplos que ponen de manifiesto que Kurosawa fue -y será siempre- uno de los más grandes.
Diez películas imprescindibles de Akira Kurosawa:
- Rashômon (Rashômon, 1950)
- Vivir (Ikiru, 1952)
- Los Siete Samuráis (Shichinin no Samurai, 1954)
- Trono de Sangre (Kumonosu-jô, 1957)
- La Fortaleza Escondida (Kakushi-toride no san-akunin, 1958)
- Yojimbo (Yojimbo, 1961)
- El Cazador (Dersu Uzala, 1975)
- Kagemusha (Kagemusha, 1980)
- Ran (Ran, 1985)
- Dreams (Akira Kurosawa's Dreams, 1990)
Libros sobre Kurosawa:
- Galbraith, Stuart. La vida y películas de Kurosawa y Mifune: el Emperador y el Lobo. T&B Editores, 2005
- Puigdoménech, Jordi. Akira Kurosawa: la mirada del Samurái. JC Clementine, 2010
- Vidal Estévez, Manuel. Akira Kurosawa. Cátedra, 1992