Puesto porJCP on Oct 12, 2017 in Autores
El 12 de octubre, “Fiesta de la Hispanidad”, es celebrada por los poderes mediáticos y políticos para dar cobertura ideológica al nuevo imperialismo español, el de las grandes empresas multinacionales vinculadas al Estado español y por él sostenidas. Al mismo tiempo, diversos colectivos “antiimperialistas” aprovechan esta fecha para promover aún más el autoodio, la vergüenza de sí y el masoquismo entre la gente de la calle de los diversos pueblos peninsulares, a los que acusan de genócidas e imperialistas. Esto, que parece tan radical, es meramente la última añagaza, la más reciente artimaña, del imperialismo español.
Entre los nuevos apologetas del imperio en su versión clásica descuella una mujer, María Elvira Roca Barea, que en “Imperiofobía y leyenda negra” expone verdades parciales y menores que debían haber sido dichas hace mucho para, en definitiva, efectuar una renovada defensa del colonialismo del pasado y del imperialismo español del presente. En efecto: yo soy “imperiófobo”, por mucho que eso moleste a María Elvira, una más entre las ya innumerables féminas puestas hoy al servicio de las peores causas.
En un aparente otro lado pero formando bloque con esas formulaciones están quienes niegan que el imperio americano fuese obra exclusiva de las élites peninsulares, no de los pueblos, no de las gentes del común. Éstas se opusieron de muchas formas al hecho imperial: en ello reside nuestro orgullo. Un destacado lugar ocupa en ese aquelarre maléfico el racismo antiblanco, sustentando en fomentar la vergüenza de sí a través del más descarado falseamiento de la historia. Lo cierto es que sólo el 0,5% de los habitantes de los territorios sometidos a la Corona de Castilla marcharon a las Indias.
Los pueblos peninsulares, la gente de a píe, resistieron a la política colonialista de dos maneras, una activa y otra pasiva. Por la primera, cuando llegaban América, los muy pocos que se decidían a hacerlo, y comprobaban el trato terrible que los capitanes y autoridades castellanas daban a los indígenas, se oponían de muchas maneras. Por la denuncia y la palabra, y también acudiendo a veces a las armas, lo que ocasionó no pocas peleas e incluso mini-guerras civiles en el bando de los colonos. Hubo bastantes que se pasaron a los indígenas, a los que enseñaron a manejar los caballos y a utilizar las armas de fuego. Todo esto es ocultado, hay que repetirlo, por ese “antiimperialisimo” de pega, que se propone castrar psíquicamente a nuestra gente a través del autodio, para hacerla sumisa y dócil al poder constituido, por tanto, inhábil para la revolución.
La forma pasiva de oposición y resistencia fue formidable en sus efectos, y consistió en negarse a ir a América. La gente decente jamás fue, de manera que sólo lo hicieron los marginales, el lumpen, los aventureros y los criminales. El punto débil del imperio español americano fue siempre, en los más de tres siglos que duró, su escaso potencial demográfico, resultante de una muy raquítica emigración peninsular. Las gentes de aquí sabían que no era justo y no era moral marchar a tierras ajenas, a someter a sus habitantes y a vivir a costa de su explotación. Y no iban, salvo en cantidades del todo insuficientes.
El imperio fue la desgracia de Castilla. Por causa de él Castilla comenzó a declinar, a empobrecerse, a perder pujanza demográfica, a ser mucho peor que en el pasado. Si era una tierra llena de vida en 1492 cien años después estaba en declive. El imperio interesaba a los poderes señoriales y, sobre todo, a la Corona, pero no al pueblo. Por causa del imperio se fue dando una concentración del poder y de la propiedad que resultó letal, andando los años, para las libertades castellanas. Por eso el levantamiento de las Comunidades coincidió con el inicio de la conquista de América, expresando también el rechazo rotundo del pueblo a la aventura colonial.
Asimismo, es necesario decir la verdad sobre los conquistados, negando idealizaciones taimadas y patrañas cursis a lo Rousseau. Los aztecas fueron un imperio terrible y sanguinario, que a la llegada de los españoles dominaba por el terror a docenas de pueblos. Los incas eran un totalitarismo atroz, una de las expresiones más tremendas de tiranía, explotación y crueldad de la historia. Muchos de los pueblos indígenas menores habían constituido regímenes militaristas, esclavistas, conquistadores, patriarcales. Un ejemplo perfecto de ello son los comanches, antagonistas del imperio español desde principios del siglo XVIII en las grandes llanuras de Norteamérica. La pugna entre aquéllos y éste fue un choque entre dos imperialismos, ambos igualmente condenables. Hay muchos más casos.
Por tanto, el indigenismo tiene que ser mirado con recelo y considerado críticamente. Primero, porque no se atiene a la verdad de la historia. Segundo, porque hay que condenar todos los imperialismos y no sólo algunos. Tercero, porque hoy es utilizado por los neocolonialistas para justificarse demagógicamente. Es el caso de Evo Morales en Bolivia, agente del nuevo imperialismo, el del siglo XXI, que se oculta tras una florida retórica indigenista. Lo mismo hace el chavismo, la denominada Revolución Bolivariana, más ominosa por cuanto Bolivar fue un racista oligárquico y neocolonial.
Así pues, estamos orgullosos de la resistencia popular de los pueblos de la península Ibérica al colonialismo español. Eso es lo que celebramos este 12 de octubre. Y tenemos que seguir refutando, y también denunciando, la operación ideológica dirigida a promover la aculturación a través del autodio, una forma muy eficaz para destruir la confianza en nosotros mismos y ponernos de rodillas. Fuimos magníficos y lo vamos a ser en la nueva epopeya, la revolución popular y comunal integral, que va a poner patas arriba al imperialismo español contemporáneo.
Félix Rodrigo Mora