Por: Manuel García
Las ediciones de Kalandraka siempre han destacado por su impecable orfebrería a la hora de encuadernar y de ilustrar sus textos dirigidos a los niños. Creo que su nuevo trabajo editorial, 12 poemas de Federico García Lorca, justifica nuevamente su exquisitez en la edición, rindiendo tributo a algunos versos de Lorca. Lo que caracteriza a esta antología es la dimensión fantástica y paradójica, más allá de lo literario, que la pintura de Gabriel Pacheco otorga a los poemas del autor de Yerma.
El ritmo popular, las repeticiones y los estribillos de esos poemas y canciones infantiles que Lorca componía, heredero de ese acervo cultural que el folclore andaluz le proporcionaba, han inspirado unas ilustraciones con una reveladora influecia modernista, aludiendo a metáforas sutiles que la escritura de Lorca refleja con tanta delicadeza. Las influencias de Erik Johansson, Ofran Amit o de Tyson Grumm parecen estar en estos trabajos de Gabriel Pachecho, cuyas texturas y colores destacan por su melancólicas atmósferas, por unos espacios grises y apagados que contrastan con la belleza de las figuras. Acorde con la nostalgia y la fragilidad que desprenden poemas como Paisaje o Cancioncilla sevillana, por primera vez se reivindica el valor transcendental a estos poemas de Lorca que, aparentemente sencillos, demuestran el oficio y la sensibilidad del poeta andaluz, su forma preciosista y trágica al mismo tiempo de mirar al mundo:
“Mamá.
Yo quiero ser de agua.
Hijo,
tendrás mucho frío.
Mamá.
Bórdame en tu almohada” (pág. 9).
Los poemas infantiles de García Lorca no son una obra menor y es precisamente la sensibilidad pictórica de Pacheco la que rescata ese valor enigmático, premonitorio y triste de estos versos. Como si se tratara de mosaicos e iconos bizantinos, esas pinturas aportan su propio lenguaje, encierran su propia moraleja, consagran su personal acertijo a los poemas, logrando que pintura y palabra sean un solo lenguaje, un armónico conjunto de sensaciones que nos interroga sobre la infancia como un espacio en el que la inocencia también tiene su frágil consistencia, pues, en ocasiones, no deja de ser una vivencia premonitoria del dolor y de la muerte:
“Si muero,
dejad el balcón abierto.
El niño come naranjas.
(Desde mi balcón lo veo)
El segador siega el trigo.
(Desde mi balcón lo siento)
¡Si muero,
dejad el balcón abierto!” (pág. 31).